Carta desde Madrid en 2050
Relato imaginario de una ciudad achicharrada dentro de 29 años o cómo vivir en una eterna ola de calor
Madrid, 14 de agosto de 2050. Estimados amigos:
Supongo que ya intuyen que a estas alturas del siglo vivimos siempre dentro de lo que ustedes en 2021 llamaban ola temporal de calor intensa. Madrid es bastante diferente del que ustedes conocen, según me cuenta mi abuelo. No me dice que sea peor, pero yo creo que lo hace para no desanimarme. Por ejemplo: la temperatura media de El Retiro en este mes de agosto no baja nunca de 47,5 grados. Nadie lo visita, evidentemente, excepto los funcionarios que cuidan de los cactus gigantes. Además, el Ayuntamiento decidió hace ya tiempo regarlo solo en invierno (que es cuando vamos a la piscina que han puesto dentro) y resignarse a que se desertice como le dé la gana en verano.
Poco a poco, año tras año, perdimos la costumbre de salir a la calle por el día. Lo hacemos solo por la noche, que es cuando refresca. Con 28 grados a las tres de la mañana es una delicia bajar a tomar algo a las terrazas del barrio de Vicálvaro, ahora de moda, o, incluso, hacer algo de deporte al aire libre por la M-70. De día sólo nos movemos en patinete por los túneles del metro, refrigerados a unos antiquísimos y casi nostálgicos 24 grados gracias a la Segunda Inyección de Dinero Europeo que la pandemia de los años 40 trajo consigo a España.
Pero eso sí: en noviembre, cuando llueve (un par de veces al año) corremos todos a la calle a jugar con los charcos. Los niños disfrutan como locos entablando batallas de agua, empapándose y persiguiéndose entre ellos, haciendo muñecos con unos moldes que los vendedores nómadas ofrecen esa mañana. La ciudad mojada es bonita, distinta y dulce. Pero hay que darse prisa porque el agua se evapora rápido y todo (las calles, los edificios, las aceras, el cielo) vuelve a adquirir el mismo aspecto de plancha ardiente y metalizada. En pocas horas el aire vuelve a incendiarse. Es como vivir debajo de un inmenso secador de pelo.
Mi abuelo me cuenta historias un poco increíbles de otra época (gente caminando dentro de jerséis, gente que pedía cafés sin hielo, gente en parques sin cactus) pero yo, como he nacido aquí, no la echo de menos y solo aspiro a que mi mundo no desaparezca. Debido al calentamiento global –que crece exponencialmente, como saben- a finales de siglo deberemos renunciar a salir a la calle por la noche o a que llueva un par de veces al año. Yo sostengo que tenemos que parar esta deriva antes de que sea demasiado tarde. Mi abuelo me contesta que sí, que sí, pero me mira de una forma rara…
Otro día les hablo del recibo de la luz.
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