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BOCATA DE CALAMARES
Columna
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Lo que queda de Franco

La arquitectura neoherreriana del primer franquismo ya nos pasa desapercibida, como tantas otras cosas

Fachada del que fuera Ministerio del Aire durante la dictadura de Franco, edificio proyectado por Luis Gutiérrez Soto.
Fachada del que fuera Ministerio del Aire durante la dictadura de Franco, edificio proyectado por Luis Gutiérrez Soto.
Sergio C. Fanjul

Una vez soñé que el tamaño de las personas era proporcional a su poder e influencia, de modo que los mandatarios eran más grandes que los mandados, que los ricos eran más grandes que los pobres, que los jefes eran más grandes que los empleados. Una persona sin hogar era del tamaño de un pitufo (la altura de un pitufo, según los expertos, es de tres manzanas verdes). Franco, en los años de la dictadura, era un señor enorme que se sentaba sobre Madrid cubriendo la urbe con sus posaderas, muy ufano, en el centro de la península, como un gran peluche que se podría ver desde el espacio. Esta forma de visualizar el poder ponía en evidencia lo extraño de su acaparamiento por parte de un individuo.

La dictadura franquista y el golpe de estado previo están siempre de moda, aunque los consensos sobre aquellos tiempos se están disolviendo con el regreso de una derecha ultramontana y revisionista. Me crie en un país donde cuestiones como la necesidad del cuidado del medioambiente, la nobleza de perseguir la igualdad entre las personas o lo indeseable de la dictadura franquista eran tomadas por verdades indiscutibles. Ya no está tan claro.

Los edificios del primer franquismo, de aires neoherrerianos, son una alegoría del fascismo: abunda el ladrillo marrón, tan frecuente en la ladrillez de la ciudad, inscrito en el blanco granito de la sierra

Franco no está ya sentado sobre Madrid como el gran peluche cósmico de mi sueño raro, pero en la propia ciudad sigue su huella indeleble, cuando el dictador la imaginaba como una gran capital imperial, no se sabe de qué imperio. Los edificios del primer franquismo, de aires neoherrerianos, son una alegoría del fascismo: abunda el ladrillo marrón, tan frecuente en la ladrillez de la ciudad, inscrito en el blanco granito de la sierra. Era la metáfora del pueblo maleable y pobretón (el vulgar ladrillo) que es redimido y sostenido por el apolíneo granito imperial. Todo ello castellanizado con torres escurialenses y tejados de pizarra, y engrandecido con símbolos como el águila imperial. Véase el mazacote del Ministerio del Aire, que recibe y abruma al visitante, en toda su pesadez anacrónica y belicosa, cuando se accede a la capital por las boscosas tierras de Moncloa. Se cuentan cosas de estas en el libro Construyendo imperio (La Librería), de David Pallol.

Atrás quedaba el estilo moderno y racionalista de la República, y tantas otras cosas. Nos subimos al Edificio España, recientemente reformado, como si nada, para tomar un gin tonic sin reparar en que nos subimos en uno de los símbolos de los que trató de presumir el novísimo caudillo en momentos de aislamiento internacional. Quedan restos del franquismo posados como polvo viejo en muchos lugares a los que nuestra vista se ha acostumbrado, que solo observamos cuando se levanta algo de viento, igual que quedan restos en las tramas económicas y políticas, en los escaños del parlamento o en los plenos del Ayuntamiento. O en las cunetas llenas de gente chiquitita, según mi sueño, que algunos pretenden olvidar.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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