Richard Bona y Billy Cobham, clases de virtuosismo en suelo complutense para las Noches del Botánico
La ciudad recupera el pulso del jazz internacional con una actuación para el reencuentro con grandes virtuosos
A veces, por ahora solo algunas veces, vuelven a suceder cosas deliciosas en los escenarios de esta capital de nuestros amores y fatigas pandémicas. Circunstancias tan insólitas, por ejemplo, como que se dejen ver algunos artistas internacionales de renombre, aunque sea dentro de géneros minoritarios: regresar a la liga de los grandes estadios aún llevará un tiempo. Pero el paréntesis ha sido tan prolongado y la cicatrización de las heridas lleva tanto tiempo como para que los propios músicos confiesen su feliz incredulidad.
“Todavía pienso que es un sueño, pero no lo es. Estamos en Madrid y nos lo vamos a pasar bien esta noche”, se sinceró el bajista camerunés Richard Bona al poco de concretar su regreso a los escenarios españoles, esta vez en asociación con la banda del pianista cubano Alfredo Rodríguez. Fue el primero de los dos conciertos de una noche que completaba Billy Cobham, batería con miles de horas de vuelo, otro referente instrumental para los jazzistas de sucesivas generaciones. Incluso para los tres chavalines madrileños de Rice & Groove (bajo, batería y piano: bingo), que se congregaban en la entrada con ojillos golosos ante la inminencia del festín.
El festival Noches del Botánico ha logrado revivir como el referente veraniego de la ciudad, aunque circunscrito a los artistas españoles como argumento casi exclusivo de su programación. La de este domingo fue una excepción rara y alborozada, incluso aunque las normas coronavíricas impidan al público levantarse para un bailoteo que, con Rodríguez y Bona, habría sido irrefrenable en otras circunstancias. Son pequeños detalles extraños a los que acostumbrarse, impedimentos menores frente a la excitación de que 1.200 almas puedan congregarse en torno a un escenario afrocaribeño y jazzístico. Aunque para sensaciones anómalas, la de lamentar el olvido del protector solar en la mochila del buen aficionado a la música en vivo. Con eso del doble programa, la noche empezó a las 20.30, aún con tarde por delante y un sol justiciero y picajoso retándole a la melanina del personal.
Bona es camerunés y Rodríguez, habanero. Tienen edades capicúas (53 y 35 años) y unas cunas separadas por unos cuantos miles de kilómetros, pero se desenvuelven con la complicidad arrolladora de unos viejos compañeros de pupitre. La música hermana mucho más que la mismísima ONU, y además ellos dos pertenecen a la subdivisión de los virtuosos abrumadores. Su salerosa lectura de Ay, mamá Inés (sí, la de “todos los negros tomamos café”) permite a Richard exhibir el scat en los solos, esa especie de tarareo en paralelo a la ejecución instrumental, a la manera de su buen amigo George Benson. Aunque todavía más espectacular en su lucimiento era el pianista cubano, capaz de clavar en su sitio un número de notas inconcebible, no sabemos ya bien si fusas o semifusas, con los dedos de ambas manos girando a la velocidad de un robot de cocina batiendo huevos.
Orgullo getafense
El de Bona/Rodríguez fue un estreno entretenidísimo sobre suelo español. Más isleño que africano, pero tan ameno y bien ejecutado que al cuerpo se le reactiva la circulación sanguínea. Asistimos a descargas de salsa cubana cantada en perfecto camerunés, divertidos diálogos de imitación entre las 88 teclas de uno y las cinco cuerdas del otro, aportaciones del trombón trepidante del también cubano Denis Cuní o descubrimientos como que José Montaña, el percusionista encargado del cajón, es un ilustre y orgulloso getafense. Y entre medias, la constatación de que los dos protagonistas se amigaron al compartir como productor al ilustrísimo Quincy Jones y reunirse en Los Ángeles para componer a cuatro manos una preciosidad titulada Raíces.
Rodríguez aprovechó su presentación para anotar una referencia inevitable. “No sé si están familiarizados, pero en mi país estamos viviendo una situación tensa”, anotó. “Por eso se la dedicamos a todos los hermanos que están luchando por una Cuba nueva y libre”. Aplausos nítidos, que no abrumadores.
Hubo su buena media hora de receso, que da para estirar las piernas, refrescar el gaznate y hasta adentrarse por los vericuetos del jardín, para hincarle el diente a la segunda mitad del menú. Cobham, hombre de edad ya significativa, andares curvos y parsimoniosos, se antojaba un caballero empequeñecido ante el reto de enfrentarse a una batería no ya grande sino descomunal, con doble bombo y un despliegue de grandes ocasiones. Pero el ilustre veterano se reconvierte en coloso en cuanto empuña las baquetas. Ese sonido seco y rotundo que le hizo inconfundible, preciso y trepidante, sigue ahí. Incólume. Con el calor del músculo y el esplendor de la matemática.
Si hubiera que ponerle rostro al jazz fussion, todavía hoy sería el suyo. Aunque él quiso presumir de sangre panameña –el país que le vio nacer y del que emigró para siempre a los tres años, con destino a Brooklyn– y anotó que lo de esta noche deberíamos considerarlo “jazz afrolatino”. No era del todo así, pero sirvió como alegato hermoso antes de escuchar precisamente Panamá, pieza de introducción guitarrística muy etérea, próxima a los territorios estéticos de Pat Metheny. Y durante la que experimentamos el asombro algo angustioso de que el violinista y teclista alternara ambos instrumentos una y otra vez de forma correlativa, casi como un ejercicio de equilibrismo. En una noche de virtuosos redomados, también a los actores secundarios les tocaba obrar en consonancia.
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