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Plantas de abuela

Muchas personas mayores dedican su tiempo a cultivar y cuidar de sus macetas que en ocasiones reflejan el latido de la vida

La Abuela Carmen de Fuencarral con una de sus plantas
La Abuela Carmen de Fuencarral con una de sus plantas
Eduardo Barba

Tenían tanto cariño que dar que también lo repartían con las plantas que cuidaban. Y muchas lo siguen haciendo todavía. Son las abuelas, jardineras natas. Nos habla Mari, abuela octogenaria de Marbella, de origen leonés: “Cuando me voy de vacaciones, pienso mucho en las plantas de casa, en cómo estarán. Ellas son mi vida”. Su patio luce un jardín de macetas. “Las vecinas me preguntan qué les hago a las plantas para tenerlas tan bonitas”, cuenta risueña.

En ellas el latido de la vida permanece, y cada nueva hoja rememora inconscientemente a aquel ser querido que la legó.

Es fascinante comprobar cómo la gran mayoría de plantas que cuidan tienen muchos años a cuestas, como comenta Pilar, abuela de Carabanchel: “Uno de los momentos especiales del año es cuando la planta de la suegra y la nuera vuelve a florecer”. Ella heredó esa variedad de Hippeastrum de su tía, quien a su vez la recibió de otro familiar. Así, se podría trazar un particular árbol genealógico a través de sus plantas. Van pasando de mano en mano, como las joyas de la familia. En ellas el latido de la vida permanece, y cada nueva hoja rememora inconscientemente a aquel ser querido que la legó.

Los esquejes cobran en este tipo de plantas un especial significado. No eran raras las conversaciones entre vecinas pidiendo un trozo de esa begonia, de aquel singonio, de este geranio. Porque todas y cada una de esas especies se han clonado hasta la extenuación. Una familia madrileña de vacaciones en la playa de Granada podía encontrar una preciosa planta colgando en un macetón de un chiringuito. De ahí a cortar un trocito solo había un paso. Tras unos cuantos kilómetros en coche, el esqueje acababa en una casa del extrarradio de Madrid. Allí rehacía su vida, conformando nuevas raíces, nuevos tallos. Pero entonces la vecina de al lado, maravillada por su floración, pedía otro trozo. Poco después, la nieta, en una visita a su querida abuela, se quedará prendada de la planta. Otro fragmento suyo se va en su bolso, rumbo a Toledo… La cadena de la clonación continúa, sin necesidad de laboratorio, con la sola intervención del amor por las plantas y por compartir lo hermoso. Puede que nuestra planta heredada provenga de un lugar lejano, tanto en el tiempo como en el espacio.

“Una casa sin plantas es una casa sin vida”, afirma Carmen, abuela de Fuencarral pueblo. Con cinco nietos, dos bisnietas, dos gatos y su perro Ártico, confiesa cuál es su planta más antigua: “Es un rosal de pitiminí de, por lo menos, 40 años. De él he dado muchos esquejes. Aunque una de mis plantas favoritas es el ciclamen rojo, tan bonito y vistoso”.

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La aspidistra de la abuela Carmen.
La aspidistra de la abuela Carmen.

Hay muchas especies que estas mujeres han cultivado tradicionalmente en sus hogares. Una que podría ocupar el primer lugar en esa tradición es la aspidistra (Aspidistra elatior), una planta que se cultiva en Europa desde hace siglos. De origen japonés, crece formando el sotobosque de grandes árboles perennes, parientes de nuestra encina (Quercus ilex). Es habitual escuchar otros nombres más tiernos para referirse a ella, como pilistra. Gracias a su gran capacidad para resistir la sed y la falta de luz intensa, ha llenado lugares en pasillos y habitaciones. También en las terrazas y en los balcones, ya que, si se encuentra protegida del sol directo y mínimamente resguardada, es capaz de superar los fríos.

Su dureza queda bien reflejada en su nombre popular anglosajón: planta de hierro fundido. De crecimiento lento, verla generar una nueva hoja es como leer un haiku que nace de la tierra. Un cucurucho, estrecho y turgente, que emerge leve. La hoja aumenta en altura a lo largo de los días. Lenta pero firme, se desenrolla durante semanas. Así, hasta alcanzar su tamaño definitivo. Quizás solo forme media docena de hojas nuevas al año, pero ese desarrollo pausado augura asimismo una gran longevidad a la aspidistra. Por esa misma razón, se convirtió en una planta perfecta para entregar a la siguiente generación familiar. Animarse a cultivar una aspidistra puede ser un homenaje perfecto a tantas horas de riego, esmero y cariño de las abuelas hacia sus plantas, a su energía para cuidar de todo lo que es bello.

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Sobre la firma

Eduardo Barba
Es jardinero, paisajista, profesor de Jardinería e investigador botánico en obras de arte. Ha escrito varios libros, así como artículos en catálogos para instituciones como el Museo del Prado. También habla de jardinería en su sección 'Meterse en un jardín' de la Cadena SER.

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