El último adiós más épico
Una familia lucha contra la nieve para despedir e incinerar al padre, cuyo cuerpo quedó aislado en el tanatorio tras morir de covid el día que llegó la tempestad `Filomena´
Desde el Hospital Severo Ochoa de Leganés les habían llamado para que fueran a despedirse el jueves de Marcelino. Estaba ingresado en la UCI y sedado. La covid-19 le asestaba los últimos hachazos. Hay hospitales en los que durante la pandemia se ofrece esa oportunidad a la familia. Decidieron no ir. El hombre ya había estado a punto de cruzar al otro lado unos días antes de Navidad. Entonces sus hijos y su mujer aceptaron acompañar por última vez a su padre vivo. La madre, Inés, acababa de ser dada de alta, también se contagió del virus. Se enfundaron el equipo de protección individual (EPI) y pasaron unos minutos junto a la cama en la que yacía Marcelino.
Esa despedida en lo que se conoce como zona sucia del hospital les obligó a pagar el precio del aislamiento posterior de 10 días, que coincidió con el periodo de las fiestas. Las pasaron en soledad. Mientras, la salud del padre remontó algo. “El día de Navidad hicimos incluso hasta una videoconferencia con él desde la UCI. Pero dos días después empeoró”, rememoran a través del teléfono los hijos, Jacob de 43 años, y Abel, de 41. El pozo le esperaba de manera definitiva el viernes 8 de enero. Pese a la invitación del hospital, no acudieron a verlo pues sacarlo de la sedación iba a causarle más sufrimiento, pero, al mismo tiempo, eso les iba a permitir no tener que guardar cuarentena y poder despedirlo en el tanatorio y en el cementerio. No se imaginaban que, coincidiendo con el óbito, Filomena iba a rajar el cielo con unas consecuencias inimaginables.
En efecto, Inés María López, de 69 años, había doblegado unos días antes al coronavirus. Y este pasado fin de semana ha tenido que vencer a esa tempestad de nombre algo cómico pero de carácter más irascible. Por eso, enfrentarse a la farruca Filomena no era nada recomendable. Iba contra toda lógica. Pero su segunda batalla, tras la del contagio, suponía un reto personal y afectivo. Había algo que la empujaba en su tozudez. Su marido, Marcelino Vicente, de 68 años, había sido finalmente derrotado por el virus y ni todos los centímetros de nieve del mundo le iban a impedir acompañarlo hasta el final. Bajo ningún concepto Inés quería dejarlo abandonado en la soledad gélida, mucho más estos días, del tanatorio. Esta es por tanto la carrera contra la nieve, el frío, la ventisca y el paso de las horas de una familia para conseguir que el cuerpo del padre no fuera incinerado sin que ellos le dieran el último adiós en el féretro.
“Si salimos podemos morir, mamá”, advertía Jacob tratando de borrar de la mente de su madre la idea de llegar al tanatorio. Como no había nada que hacer, empezaron a buscar la manera. El improvisado capitán que se ofreció para la travesía fue Diego Arcera, conocido de Abel. Era el domingo por la mañana. Rondaban las ocho. Las farolas todavía iluminaban el paisaje glacial. Al timón de su Suzuki, Diego navegó sobre el mar blanco de temporal hasta donde pudo. Tiene maña como piloto en la nieve. De casta le viene a este cántabro de Reinosa. Sabe, además, que el kit esencial que no puede faltar en estas ocasiones es leche condensada, frutos secos y agua. Inés iba en el asiento del copiloto y sus dos hijos atrás. El todoterreno surcó las calles invisibles hasta que finalmente quedó encallado.
A golpe de pala en algunos tramos siguieron remando hasta abrirse paso ante el edificio del Tanatorio Parque Cementerio de Leganés. Fueron unos 400 metros largos. Por el camino no había más rastro de vida que huellas de conejo. “Y mi madre medio coja”, apuntan los hijos para redondear la rocambolesca escena. Convertida en una especie de Roald Amundsen apoyada en su bastón, Inés desembarcó por fin junto a sus hijos en su polo sur particular. Había cumplido la misión de llegar antes de que introdujeran el féretro de su esposo en el horno crematorio, algo imperativo por el protocolo covid en un plazo de 48 horas. En el tanatorio se toparon con los tres únicos empleados. Llevaban aislados 36 horas con la sola compañía de cinco muertos. Uno de ellos, Marcelino. “Lo velamos y lo lloramos. Estuvimos allí durante unos 45 minutos o una hora antes de deshacer el camino”, revela Jacob, que forma parte de la redacción de EL PAÍS. Antes que ellos, hasta el tanatorio no había logrado llegar más que un esquiador a llevar algo de comida a los tres trabajadores. Ni policía, ni emergencias. Nadie. Tampoco los allegados de los otros cuatro difuntos. El ataúd de Marcelino fue, gracias al empeño de Inés y sus hijos, la excepción. Junto él, un centro de flores: “Tu familia, con cariño”.
“Que mi padre se haya muerto en mitad del temporal y hayamos tenido que pasar esta odisea es surrealista”, comenta Jacob. Marcelino es uno de los 11.996 muertos por covid-19 en Madrid, según los datos oficiales de una comunidad en la que la incidencia acumulada está subiendo tras las pasadas fiestas y se sitúa ya en 595. “Pienso ahora en los negacionistas porque me he dado cuenta de que el virus es muy real”, sentencia el hijo mayor.
Más allá del muro de la tempestad Filomena, la pandemia sigue imponiendo velatorios anodinos y heladores. Todavía hay quien, ajeno al desenlace, pregunta a Jacob por cómo está su padre. Otros le llaman porque querían haber ido al tanatorio. “Hubiera sido imposible”, asegura él. El problema no eran las exigencias de aforo reducido por la covid-19 sino el campo minado herencia de la nevada. Un primo suyo se planteó incluso llegar al tanatorio esquiando. Más que como anécdota lo cuenta casi como una locura. Jacob se acercó este lunes a pie al Severo Ochoa a recoger las pertenencias de su padre. Se las entregaron en una bolsa roja que deja bien claro que provienen de la parte sucia del hospital y que pueden portar el virus. De vuelta a casa se paseó con el llamativo saco de plástico en la mano mientras los pocos viandantes que había por la calle lo miraban. “Esto ha sido una película de terror. Ya echo de menos 2020”.
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