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Dos días muerta en casa: “La prioridad son los vivos”

Tras 25 llamadas al 112 y 34 horas de espera, el cadáver de Carmen fue retirado anoche. Todavía nueve horas después de estar en el tanatorio, una UVI móvil llegó a la casa esta mañana para atenderla

Carmen Castro la pasada Nochebuena entre sus nietos Roberto (izquierda) de 30 años, y Alberto, de 16
Carmen Castro la pasada Nochebuena entre sus nietos Roberto (izquierda) de 30 años, y Alberto, de 16Cedida por la familia
Luis de Vega

“Entendemos casi todo, pero esto ha sido un calvario”. El testimonio de Gustavo Marqués, de 51 años, es una veleta en medio de la tormenta. Igual que su estado de ánimo. Salta de la rabia y la indignación al sosiego y la comprensión. Habla de forma detallada a través del teléfono en la noche del domingo desde el salón de casa de su madre. A unos metros, Carmen Castro, de 81 años, yace sin vida en la cama de su dormitorio desde la mañana del sábado. Gustavo y su mujer realizan hasta 25 llamadas al Summa 112, el servicio de urgencias médicas de la Comunidad de Madrid, sin lograr que acudan los servicios médicos o de emergencias. La familia se queja de la desatención, la falta de tacto, las promesas incumplidas y las mentiras pese a la situación caótica producida por la tempestad Filomena. “Decían que la prioridad son los vivos, no los muertos”, insiste el hijo de la fallecida. Desde ese servicio entienden “lo lamentable que es para las familias” y, en efecto, corroboran que en estos casos se vuelvan los esfuerzos en aquellos por los que se puede hacer algo.

Así es como ese piso de Parla ha servido de improvisado velatorio íntimo durante 34 horas. La alarma saltó cuando la mujer se derrumbó en el baño mientras estaba en compañía de su nuera, Ana Luque, de 47 años. En una de las conversaciones con EL PAÍS, la esposa de Gustavo se dispone a relatar lo sucedido al reportero cuando, con cierto alivio, ve llegar a la vivienda a un médico. Es domingo a las nueve de la noche. Por unos instantes no corta la llamada. Alterna su testimonio por el móvil con las respuestas al facultativo, que pregunta por la hora del suceso. “Sí, fue sobre las doce o doce y cinco”. Abría así la puerta a que se concediera el dichoso certificado de defunción que había impedido que se llevaran el cuerpo de su suegra antes.

El doctor, amable y profesional, se disculpa ante Gustavo y Ana. Trata de justificar la tardanza. Entre él y su compañero, explica, han tenido que certificar una treintena de muertes en toda la Comunidad de Madrid. Y la tempestad Filomena no lo pone fácil. Fuentes del Summa 112 reconocen, en efecto, que el sábado apenas pudieron certificar defunciones. Trataban de localizar a facultativos que se hallaran cerca de los fallecidos para que fueran a oficializar la muerte. Este fin de semana han atendido unas 13.000 llamadas y el sistema, denominado “árbol lógico”, no consideraba prioritaria una defunción. “La prioridad es para los vivos. Partos, infartos, ictus, fracturas, diálisis, hipoglucemias… Los que han fallecido por causas naturales o estaban en paliativos no van a recibir ya una atención médica”.

Los servicios funerarios consiguieron llegar a la casa a mediodía del domingo, pese a la nevada. Pero se tuvieron que ir sin los restos porque no había certificado. Un muro burocrático a veces poco comprensible para el que acaba de perder a su madre, que percibe el sistema como inhumano.

La nieve que Carmen vio con sorpresa y alegría a través de la ventana la víspera de su muerte es la misma que ha impedido que su cuerpo haya sido recogido en medio del caos. Estaba débil a causa del cáncer terminal de páncreas con avanzada metástasis que le habían detectado hacía un mes. Pero Gustavo no descartaba que pudiera bajarla a la calle a que diera un pequeño paseo sobre el manto blanco y brindarle así unos minutos de satisfacción. La morfina que le suministraban desde hacía una semana paliaba los dolores pese a que la enfermedad galopaba sin control. Carmen, que el 28 de febrero cumpliría los 82, lo sabía. “No pensábamos que iba a ser tan feroz. El martes teníamos cita con cuidados paliativos”, lamenta su hijo. Su voz refleja cansancio y hastío, pero sigue adelante con su relato pormenorizado. “No sé si esto que te cuento te sirve”, comenta más de una vez. Y continúa.

“Como nevó, mi mujer y yo nos fuimos a las 8 de la mañana a dar un paseo por el campo. A las 9,30 vinimos a levantarla y darle el desayuno. Se despertó un poco nerviosa, como intranquila. Pero bien. La tumbamos en el sofá. Se quiso duchar. Quería poner la lavadora con las sábanas. Cogí la ropa y me la llevé a mi casa, que está a 200 metros, porque su lavadora centrifuga mal. Como tenía esa desazón, mi mujer se quedó con ella. A los pocos minutos me llamó llorando. `¡Gustavo!. ¡Tu madre, tu madre, tu madre…!´ Me vine corriendo. Casi me mato con la nieve. Recordé los cinco minutos en los que se murió mi padre por el ictus. Lo primero que pensé: `Se ha muerto mi madre´ Al menos no ha sido sola. Estaba con mi mujer”.

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Ana había acompañado a su suegra al baño. Allí, mientras se lavaba en el bidé, Carmen se derrumbó hacia delante. Las vecinas acudieron y entre todos la llevaron a la cama. De allí ya no volvió a moverse hasta que, 34 horas después, a las diez de la noche del domingo, se la llevaron los servicios funerarios tras su segunda visita a la vivienda. También amables y profesionales, como el médico, describe el hijo. “Mi madre tenía el seguro de Ocaso”, apunta Gustavo.

Pero su relato regresa de nuevo al dolor. A la, para él, incomprensible desatención y descoordinación. A lo largo del sábado y el domingo se sucedieron las llamadas al teléfono 112 de Summa, el servicio de urgencias médicas de la Comunidad de Madrid. Hasta 25 tienen contadas. Tras marcar doce veces el número fueron atendidos por vez primera a las 12,37 del sábado. Llevaban 17 minutos de espera. Arrancaba un desesperado laberinto telefónico. El problema, según les decían, era el certificado de defunción. Era la llave para poder trasladar el cuerpo de Carmen. Hasta la Policía Local de Parla se ofreció a ir a recoger donde fuera a un médico dispuesto a certificar la muerte. La retahíla de lamentos se sucede en boca de Gustavo, que estudió Filología Hispánica pero nunca ha ejercido. Es empleado en la administración pública y entiende solo hasta cierto punto el grado de “colapso” por la tormenta de nieve y el bloqueo de los servicios públicos.

“Uno no llama por cualquier cosa al 112. Hay veces que hemos estado esperando al teléfono hasta 45 minutos de reloj. Nos han llegado a colgar la llamada porque decían que la prioridad son los vivos, no los muertos. Vale, una prioridad es un infarto. Sé que un infarto está por delante de mi madre. Pero solo quiero un poco de empatía. Le decían a mi mujer que Madrid está muy mal. Nos pedían el parte (de defunción) y nos decían que iba a venir hasta el Ejército. Versiones disparatadas. Falta de verdad. Cada llamada, una peripecia. Cada uno nos decía una cosa. Todo muy desagradable. Yo soy muy defensor de lo público. La sanidad nos ha tratado muy bien pese a la situación tan difícil. Pero es muy duro morirse así en un país que se supone que somos del primer mundo”. Filomena, encima, ha impedido que Roberto, de 54 años, el otro hijo de Carmen, pudiera llegar desde la vecina Fuenlabrada hasta Parla.

A las siete de la mañana de este lunes llaman al interfono de la vivienda. Es un equipo del Summa 112 con una UVI móvil que acude a ver qué se puede hacer por la vida de Carmen, fallecida dos días antes y cuyo cadáver llevaba nueve horas en el tanatorio esperando que le asignen una sala. No hay noticias del entierro.

Gustavo da la sensación de pretender que este reportaje endulce todo ese amargor y se convierta en una especie de homenaje póstumo a esa mujer de Coirós, en la comarca coruñesa de Betanzos, que hace medio siglo emigró al cinturón metropolitano de la capital. “Éramos una familia de obreros y vinimos a Parla con el boom de los pisos baratos del desarrollismo”. Carmen, jubilada hace 20 años, regentó un taller de lavado de coches. Todavía estas Navidades disfrutó de su familia pese a que era consciente de que la guadaña le rondaba. La foto de la noche del 24 de diciembre en la que aparece feliz rodeada de sus dos nietos no auguraba que esa mañana en la que iba a pasear con su hijo por la nieve su vida iba a congelarse. “Yo quería mucho a mi madre”, remacha Gustavo a modo de epitafio.

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Sobre la firma

Luis de Vega
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear año y medio por Madrid y sus alrededores. Antes trabajó durante 22 años en el diario Abc, de los que ocho fue corresponsal en el norte de África. Ha sido dos veces finalista del Premio Cirilo Rodríguez.

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