Desescálame despacio, que tengo prisa
Madrid ha vuelto a tener esta semana la incidencia más alta de la península
Te levantas por la mañana, miras las previsiones del tiempo, consultas la clasificación de la Liga y echas un vistazo al parte de la pandemia: cuatro grados en la Gran Vía, el Madrid y el Atleti en cabeza, el Rayo luchando para no descolgarse, y trescientos y pico fallecidos más en toda España. Alguien te manda un vídeo de Angela Merkel a punto de llorar. “No se pueden aceptar 599 muertos en un día”, se desespera la canciller. Canturreas un rato bajo la ducha, desayunas y sales de casa con decisión para emprender otra jornada de esta nueva normalidad que cada vez tiene menos de nueva.
Vas pensando en qué dirías de esas mismas cifras nueve meses atrás. En marzo y abril, cuando estabas encerrado en casa, sintiéndote como en la modorra de una tarde de sábado con ciencia ficción de serie B en la tele, esperabas cada día con ansia a que se divulgase el balance fúnebre. Ya sabías de antemano que iba a ser un puñetazo en el estómago. Algunos políticos se ponían corbatas negras o ropas de luto y se hacían fotos con gesto contrito. Otros acusaban a los medios de comunicación de ocultar las imágenes de los muertos. Las primeras escenas de las hileras de ataúdes conmocionaron al país.
Y fue pasando el tiempo, y ya empezaste a salir de casa, porque la vida tiene que continuar, y la vida hoy es inseparable de la rueda de la economía. Y llegaron los calores, y escuchaste al Gobierno de España decir que habíamos derrotado al virus, y al Gobierno de Madrid prometiéndonos una veloz desescalada para recuperar cuanto antes la felicidad perdida, y a algunos locutores de radio hablar en pasado de “los días de la pandemia”. Por esa época se comentaba mucho lo de los milagros. Antes los había en Europa: Alemania, por ejemplo. Ahora en España teníamos Asturias, adonde te fuiste de vacaciones.
Con el tiempo, el mismo Madrid se convirtió en milagro. Dimos la vuelta a esa clasificación que se mide a la inversa: habíamos pasado de la cabeza al farolillo rojo en la Liga del virus. Y el milagro no se paró. Mientras en Asturias todo se había desatado de modo imprevisto; mientras tu hermana te mandaba fotos de Santiago de Compostela -en su día, otro milagro- desierto; mientras Berlín y París regresaban a marzo, tú te paseabas entre el gentío que abarrotaba plazas, tiendas y terrazas. Una ciudad alegre y despreocupada. Un milagro, efectivamente.
El viernes te desayunaste con la noticia de que volvíamos a la cabeza de la clasificación. Esta vez no canturreaste en la ducha. Saliste de casa pensando en cuánta urgencia tenemos por librarnos de esta. Y te acordaste de aquel refrán que te decía tu madre cuando tratabas de vestirte a toda prisa.
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