Los visones de la calle de Alcalá
En la España del socialismo sibarita y optimista que Paco Umbral bautizó como ‘diorissimo’ fue tal la fiebre por los abrigos de piel que hasta los bancos ofrecían líneas de crédito
En el 280 de la calle de Alcalá hay una cámara frigorífica en la que las 24 horas del día, los 365 días del año, se mantiene a una temperatura constante de entre cuatro y dos grados, un bosque de abrigos de piel. En estas condiciones climáticas es imposible que a los pellejos les ataquen las polillas, uno de sus principales enemigos, junto con el calor (hostil en verano) y la humedad (hostil en otoño), que se mantiene también de forma uniforme a menos del 45%.
Los sobretodos peludos solo salen de esta guarida asegurados a todo riesgo en invierno si sus dueñas estiman que el frío aprieta lo suficiente y la etiqueta de acontecimientos sociales a los que tienen que acudir les da luz verde. Yo había escuchado hablar de este tipo de negocios en mi niñez ochentera, cuando el sueño de todas las mujeres españolas de mediana edad y clase media era tener un visón propio y el súmmum de aquella fantasía, contar con presupuesto para poner a alguien a cuidar de esa mascota muerta en las épocas en las que su frondosidad corría peligro.
En los años cincuenta, cuando Jorge Portela Sarria, dueño de la antigua Gran Peletería Francesa de Madrid, fundó este particular ropero-morgue, los abrigos de piel solo eran accesibles a las grandísimas señoras. Pero en la España del socialismo sibarita y optimista que Paco Umbral bautizó como diorissimo fue tal la fiebre por los abrigos de piel que hasta los bancos ofrecían líneas de crédito específicas para que todas las mujeres encaprichadas con uno pudieran pagarlo a plazos.
Luego llegaron los noventa y el activismo animalista nos hizo conscientes del terrible sufrimiento que se le inflige a los visones, a los que se les arranca la piel a tiras cuando aún están vivos. Los abrigos de piel pasaron de moda y solo una clase concreta de señora, por ejemplo, Melania Trump, continuó poniéndoselos sin remordimientos. Luego, cuando Melania llegó a la Casa Blanca, Pamela Anderson, activista y animalista, le escribió una carta para que dejara de hacerlo. La convenció.
Un día del invierno pasado, bajando Alcalá desde EL PAÍS hacia mi casa, vi un rótulo a la altura de Pueblo Nuevo en el que un simpático pingüino con chistera cortejaba a una coqueta pingüina ataviada con un collar de perlas y una prenda de piel. Bajo sus pies danzarines se leía: Friopiel. Cámaras frigoríficas. Aquel negocio del que había escuchado hablar en mi infancia existía. Sentí una cierta compasión por los dueños. Me imaginé las cámaras semi vacías. La semana pasada Dinamarca anunció que sacrificará a unos 17 millones de visones tras detectarse en ellos una versión mutada del coronavirus que podría propagarse a los humanos. Habrá un brutal excedente de pieles. ¿Se imaginan que, ahora que el trumpismo ha caído y el socialismo de coalición optimista nos gobierna, los abrigos de visón se convierten en la prenda típica de las clases populares?
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