Los bajos de Moncloa
En el Madrid de los noventa solo se le ocurría sacar la bandera de España cargada de significados antiguos a los skinheads que, un fin de semana sí y otro también, pegaban a los punkis
Si ayer te hubieses dado un paseo por el Madrid que celebraba el Día de la Hispanidad habrías comprobado que han regresado a las calles las botas Doc Martens, los bodies de algodón y las camisetas de Fruit of the Loom. Es decir, han vuelto los noventa y los jóvenes de 2020 se visten exactamente igual que Coque Malla y Penélope Cruz en Todo es Mentira, la infravalorada película de enredos sentimentales que su director, Álvaro Fernández Armero, ambientó en un Madrid entrañable y divertido pero no lo suficientemente moderno como para albergar los grandes fastos de la época, esto es, las Olimpiadas y la Expo.
Aquella ciudad-limbo que ya no podía sacar más partido al brillo de La Movida y aún no presagiaba el bling bling galáctico que transformaría a la urbe en un circo inmobiliario y mediático una década después estaba instalada en un sainete costumbrista en el que las noches eran divertidas pero también muy peligrosas. En ese tiempo este país centralista pero autonómico decidió, con la connivencia de una Corona muy deportista y deportiva, que había llegado el momento de cederle protagonismo a otras grandes metrópolis y que ese esfuerzo conciliador tenía que refrendarse con nuevos símbolos que representasen la aceptación de lo plurinacional. Así fue como Sevilla resucitó la isla de la Cartuja, Josep María Trias creó el logotipo rojo y amarillo pero también azul de Barcelona 92 y los diseñadores más audaces dieron vida a Cobi y Curro, dos criaturas indefinibles que llevaron la paleta cromática de España a nuevos territorios. Así fue también como la bandera rojigualda quedó relegada a desfiles inaugurales en los que el entonces todavía príncipe Felipe y sus hermanas, las infantas Elena y Cristina, lloraban de emoción y presumían de azul marino más que de ningún otro color.
En el Madrid de los noventa solo se le ocurría sacar la bandera de España cargada de significados antiguos a los skinheads que, un fin de semana sí y otro también, pegaban a los punkis en la Plaza de los cubos o en los pubs de los bajos de Moncloa, lugares donde los Coque Malla y Penélope Cruz de Todo es Mentira (25 y 21 años respectivamente en ese momento) podrían perfectamente haberse ido de copas.
A escasos metros de esos modernísimos complejos brutalistas está el Museo de América, el premio de consolación que la capital recibió por no haberse llevado los grandes eventos de los noventa. A Madrid le dieron dinero (mucho) para que transformara ese edificio neocolonialista en la mayor exhibición de Europa de arte precolombino. Las obras debían terminar justo a tiempo para celebrar los 500 años del Descubrimiento de América, en 1992. Pero se finalizaron con dos años de retraso (justo a tiempo para el estreno de la peli de Armero). Nadie visita hoy el Museo de América, ni siquiera en el Día de la Hispanidad, que este año, con las Martens de nuevo en las calles, guardaba reminiscencias con las noches de los bajos de Moncloa.
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