Tras los adoquines, se intuye el mar
La Ciudad Jardín Castañeda, construida en 1929, alberga un exitoso proyecto vecinal
Desde lo alto de la calle Clemente Fernández se puede imaginar el mar. El cambio de rasante que se percibe al entrar desde el Paseo de Extremadura, el aire norteño de los hotelitos que flanquean la calzada adoquinada y la abundante y cuidada vegetación de las fincas invita al optimismo. Luego, claro, la realidad se impone. Aparecen en el horizonte las cocheras de Metro de Laguna. Pero unos minutos de ilusión bajo la canícula del verano madrileño tampoco harán daño a nadie. Y, además, hay un oasis escondido. Con agua, libros y sombra.
La Ciudad Jardín Castañeda se construyó en 1929. El proyecto inicial constaba de 179 viviendas. Estaban destinadas a los trabajadores de la Estación del Norte. Había al menos seis tipos de diseños, con plantas que iban desde los 56 a los 75 metros cuadrados. La construcción más característica es la vivienda unifamiliar de dos plantas, de dibujo sencillo y con las ventanas y el balcón del segundo piso situadas sobre la entrada principal.
Hasta una de ellas llegó un día Agustín Delgado (56 años, Madrid). Licenciado en Bellas Artes, aparcó su coche en la calle para ir a graduarse la vista. Cuando volvió, su maletín no estaba. “Pensé que, como solo tenía pinturas, espátulas o pinceles, a lo mejor lo habían tirado en alguna de las casas que había abandonadas. En esta había un cartel de Se vende”. El maletín no apareció. Pero encontró un hogar.
34 años después de aquel robo, Agustín es el presidente –“vitalicio”, añade él riendo- de la cooperativa de casas baratas de los Ferroviarios del Norte, que se fundó el 29 de febrero de 1928. Frente a su vivienda había, hace una década, un edificio abandonado. Agustín preguntó de quién era, y resultó ser propiedad de la cooperativa. “Era un centro social que había quedado en desuso al perderse el sentido de comunidad con el que se había creado”. Agustín lideró entonces un ambicioso y pragmático proyecto: “pedimos un crédito para restaurar los edificios y la vivienda del club social. Después, los alquilamos. Durante ocho años fuimos haciendo caja y, cuando juntamos dinero, acometimos la construcción de las nuevas instalaciones en el espacio que quedaba libre”. Hoy, el nuevo club social -cerrado por la pandemia- cuenta con piscina, gimnasio, solárium, biblioteca, salas de reuniones e, incluso, una pista de swingball -un deporte con referencias del pádel y el squash-.
Hay 72 cooperativistas que pagan la cantidad simbólica de 120 euros al año -la acción para pertenecer a la asociación va con la casa-. Cada miembro recibe siete pulseras para poder acceder al edificio. “Moderación y tiento” son las claves para que el sistema funcione. “En su día, los vecinos se reunían aquí para escuchar la radio, ver la tele, hacer los bailes de Nochevieja… Hoy este espacio vuelve a ser un nexo para la comunidad”, explica Agustín, que destaca que, durante la pandemia, la cooperativa se ha puesto a disposición de los socios para ayudarlos económicamente a través de un crédito en caso de que lo necesiten.
Originalmente, la colonia se extendía por el Paseo de los Olivos, en cuyo entorno aún resisten algunos hotelitos. Isabel Guix, directora creativa en una productora, vio hace 18 años un anuncio en el periódico, tomó un taxi –”no tenía ni idea de dónde estaba esto”- y llegó a la que desde entonces es su casa. Es pareada, mantiene la estructura y numerosos detalles originales, como la baldosa hidráulica, la bañera o la escalera de hormigón. Los techos son altos, de unos 3,50 metros. Su marido, Miguel Ojea, es productor teatral. Vivía en el entorno del Retiro –”hasta aquel día, había cruzado el río dos veces”- y recuerda con humor: “La gente nos decía, pero bueno, ¿adónde os vais?”. Ambos coinciden en destacar la riqueza social de la colonia –”van llegando nuevos vecinos, pero mantiene su carácter popular” – y en definir la colonia como “un oasis que ha quedado integrado en la ciudad. Estamos rodeados de verde”.
La vegetación manda en las casas de Castañeda. Prácticamente todas tienen, al menos, una parra. La protección de las viviendas alcanza a las plantas. Se pueden añadir nuevas, pero no retirar sin permiso. El patio de la vivienda de Juan José Preciado (87 años, Cuenca) es un vergel. A la entrada de la casa un cartel reza “Cuidado, perro malo”, pero Julie es una santa. Juan José, que trabajó 37 años como jardinero en la Casa de Campo, muestra con orgullo el membrillo, el olivo que plantó su padre y un granado que da frutas de medio kilo, “lo sembré hace 30 años de un hueso que encontré en el mercado. Este año tiene pocas”. Hace años quisieron comprar su vivienda -de una planta y una buhardilla y en torno a 90 metros cuadrados- para hacer un edificio. “Me ofrecieron dos pisos a cambio”. Dijo que no. Y decidió seguir dándole vida al color verde de la colonia.
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