Ara Malikian abre el Palacio Real a la música más heterodoxa
El violinista de origen armenio inaugura un ciclo de jazz con el que el Patio de la Armería se estrena como nuevo espacio cultural al aire libre
Al bueno de Ara Malikian le hemos visto muchas veces en esta ciudad. Pero lo de este viernes, en el Patio de la Armería del Palacio Real, sí que fue lo nunca visto. El espacio, el mismo que acogió la semana pasada el funeral de Estado por las víctimas del coronavirus y el que albergará el 12 de octubre los actos de la Fiesta Nacional, jamás se había abierto al público para un evento masivo. El ciclo Jazz Palacio Real, que la nueva dirección de Patrimonio Nacional se ha inventado para diversificar el público que se interesa por sus instalaciones, ha obrado esta vez el milagro. Con asientos individuales, claro está, separados entre sí un par de metros en una suerte de cuadrícula. Pero con cerca de un millar de espectadores que se encargaron de volatilizar las entradas en menos de 24 horas para disfrutar de la música, la anochecida y el entorno.
Malikian nunca fue un caballero de maneras ni vestimentas clásicas, aunque para la ocasión, en el mismo lugar que recorrieran las máximas autoridades del Estado apenas una semana antes, quiso apurar los límites de su propio estilismo con unas largas faldas negras y un blusón de tirantes y lentejuelas. Si perteneciera al género femenino, el cronista de la prensa conservadora se habría apresurado a delatar su “exótico atuendo”, pero tratándose de un varón quizá no sea tan necesario. En cualquier caso, durante los primeros compases –que, en el caso de este hombre, equivalen a varias decenas de miles de semicorcheas– el violinista libanés hubo de añadir la mascarilla quirúrgica a su indumentaria, ya que emprendió el recital caminando, ceremonioso, entre el público. Curioseen en las redes sociales, porque desenfundó el móvil hasta el último plebeyo.
A partir de ahí, lo que siguió fue una velada de Ara en estado puro –virtuosismo, socarronería, desparpajo sin corsés–, aunque en uno de esos “marcos incomparables” que superan los vetustos límites del tópico. Porque en esta regia Armería no faltaba detalle: el atardecer más majestuoso de la villa, la luna como centinela en cuarto creciente, la tenue iluminación de los centenarios farolillos de gas que jalonan tan nobles fachadas. En rigor, deberíamos añadir que la escena se completa bajo la sombra protectora de la catedral de la Almudena. Está visto que nada es perfecto.
Lo que sí quedó claro es que Ara se ha convertido, con su legión de partidarios y algún que otro ilustre detractor, en uno de los instrumentistas más populares de este país. Los más clásicos y ortodoxos jamás le perdonarán, cual Carmena de la música, su propensión al jolgorio saltimbanqui, ese gusto por una expresión tan gamberra que desacraliza a Bach, Sarasate o al pobre Gluck, el autor de la ópera Orfeo y Eurídice (“ahora mismo no recuerdo su nombre; mientras lo buscáis en Wikipedia, supongamos que se llamaba Paco”). Pero él y su fiel escudero de las 88 teclas, el pianista cubano Iván “Melón” Lewis, se encargaron de que el personal se olvidara de curvas, rebrotes, oleadas y demás tormentos durante un buen rato. No tan prolongado, en verdad, como esas “18 horas largas” que Malikian había prometido nada más comenzar. “Llevamos cinco meses sin subir a un escenario y teníamos tantas ganas que tocaremos hasta que nos echen”, se regodeó.
El ecléctico menú de este excéntrico melenudo de Beirut, que tan pronto homenajea la música tradicional judía (Pisando flores) como le dedica Bourj Hammuod al barrio armenio en el que se crió (“las bocinas de todos los coches estaban allí tuneadas y armaban tanto ruido que se volvía hermoso”), deja ahora paso, en días sucesivos, al crooner malagueño Zenet, la trompetista y cantante Andrea Motis, la Bob Sands Big Band y la fadista portuguesa Dulce Pontes. Más adelante, el sábado 12 de septiembre, Zenet repetirá presencia en otro enclave no menos singular e inédito, la Plaza de Armas del Palacio Real de Aranjuez.
Todo entronca con la determinación de la recién designada presidenta de Patrimonio Nacional, Llanos Castellanos, de diversificar entre públicos más diversos la oferta cultural, hasta ahora monopolizada por la música clásica. En esa misma línea de abrir espacios y dependencias a lo que, “por definición”, nos pertenece a todos, Patrimonio piensa presumir de sus 23.000 hectáreas de espacios verdes con un proyecto de talleres medioambientales y sendas guiadas. Si para alguna de ellas, a modo de flautista de Hamelín, precisaran de un conductor musical con amplio don de gentes, se nos ocurre un buen candidato de melenas rizadísimas.
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