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La cuarentena en la Casa de Campo: tres pastores y 300 ovejas

Solo tres pastores tienen permiso para trabajar en el histórico bosque madrileño en los márgenes de la ciudad

“No hagas pornobucolia”. Julia acaba de llegar a la pradera donde pastan las casi 300 ovejas, a menos de diez kilómetros de la Puerta del Sol, para dar relevo a Dani. Estarán en la Casa de Campo hasta junio, en un paraíso libre de muerte. La pastora pide moderación en el relato de sus labores, sobre todo ahora que son las tres únicas personas con permiso para habitar el vasto bosque madrileño. No hay nadie más que ellos y la naturaleza que revienta de primavera. “Es un privilegio”, dice Dani, al que se le escapa su deje barcelonés. Chula es su perra. “¡A la dreta!”, le grita en catalán, para retener a las ovejas que quieren regresar junto a sus crías. “Este parón debería hacernos pensar si queremos cambiar los hábitos de nuestras vidas. ¿Qué necesidades vamos a elegir a partir de ahora? Necesitamos más vida en comunidad y menos desarrollismo. Más agricultura de confianza y menos agroindustria. Nuestra pequeña experiencia demuestra que se puede vivir de otra manera, con otros valores”, cuenta. El rebaño sigue a lo suyo mientras su pastor habla de lo que podría parecer una utopía si no fuera por los agujeros de su jersey de lana gris. Hay muchas horas de esfuerzo ahí, y una vida real.

El silencio hace distancia y Madrid parece más lejos de lo que está. Una urraca persigue a una abubilla y una de las ovejas se tira al suelo y empieza a parir. Dani Monserrate suelta la vara de avellano, se descuelga la mochila Quechua y ayuda a que salga el cordero. Viene otro. La poeta Emily Dickinson escribió que la paz se revela por la batalla y aquí, ahora, la vida por la muerte. Y viceversa. Entre corderos y cabritos este año sumarán unas 400 piezas para vender a los madrileños, unos 2.500 kilos de carne que canalizan vía grupos de consumidores. “Es importante saber de dónde viene lo que comemos, dónde se ha criado. No olvides las crisis sanitarias de las grandes extensiones ganaderas”, comenta Dani, que forma parte de Los Apisquillos, una cooperativa agraria que solo trabaja el consumo ecológico y de proximidad, y que ha pagado al Ayuntamiento 6.000 euros por disfrutar de estos pastos cuatro meses, como el año pasado.

No quieren ser un souvenir folclórico, ni sacar a pasear corderitos Disney: quieren hacer que la urbe y lo rural echen raíces. Este año habían cerrado la visita de 300 chavales de colegios a la majada. Iban a contarles de qué va la vida en el campo. Les dio tiempo a una charla antes del confinamiento. “Queremos establecer de manera permanente aquí un servicio formativo y cultural, con clubes de lectura incluidos”, comenta Fernando García-Dory, de la asociación Campo Adentro, que se ha encargado del diseño, producción y construcción de la majada, un ejemplo de arquitectura móvil de madera, realizada por alumnos de la Universidad de Konstfack (Estocolmo), dirigidos por Sergio Montero. Cerca de 3.000 euros conseguidos con “esfuerzo militante”.

Fernando también es el responsable de la escuela de pastores, que este año ha duplicado las peticiones para aprender el oficio. En 2019 apenas fueron 50 jóvenes, hombres y mujeres por igual. Comenta que es esencial rescatar y transmitir los valores progresistas del medio rural, para que la ultraderecha no se apropie del discurso de las raíces.

Otra patrulla de la policía municipal se detiene, saludan, recuerdan al pastor que “vaya lujo” y el agente que conduce comparte con él, visiblemente emocionado, un hecho insólito: “Ayer vi asomarse dos autillos de los árboles. ¡No lo había visto nunca!”. Estos días “el pulmón de Madrid” es más bosque que parque, sin los pelotones de bicicletas ni de corredores, sin los perros sueltos, ni las familias disfrutando de un espacio público único entre las grandes ciudades europeas. Todos los accesos están bloqueados y la vigilancia es continua. “Estamos en una isla. Al principio no daba crédito del silencio. Por la noche se oye aullar a los lobos del zoo”, comenta Álvaro Martín. Ha dedicado la mañana, junto con Julia Ábalos, a alimentar los corderos recién nacidos. Está preocupado con la caída del precio de los corderos en los grandes supermercados. Acaban de llamarle para decirle que un ganadero tiene parados en una nave 8.000 corderos que tenían como destino Marruecos, antes del cierre de las fronteras. Estos días en la Casa de Campo nacerán unos 150.

Por la tarde llega otro. Julia se acerca a la oveja mayor y acaba con cualquier atisbo de pornobucolia: “Esta mañana he metido el brazo hasta el codo para sacar un cordero muerto”. Este tampoco tiene buena pinta, porque trae la lengua fuera. Tira de las patas y le resbalan las manos por el líquido amniótico. Lo extrae con fuerza y lo coloca junto a la madre. La pastora de 25 años, licenciada en Filosofía, entra cada mañana en la parada de Antón Martín y sale con el sol sin amanecer en Batán, donde el bosque frena la expansión de la ciudad, donde la ciudad amenaza al bosque. Desde allí cruza unos tres kilómetros campo a través hasta llegar a la majada. “Me siento un ser humano de verdad, que hace algo de verdad. No hay ápice de vanidad ni de mentira en esto. Por eso me gusta”, dice Julia mientras restriega sobre la lana de la oveja parida el fluido amarillento de sus manos.

Chula mantiene a raya el grupo como puede. Ella también está preñada. Dani habla con cariño de su perra y de sus ovejas rubias del Molar. Dice que pastorear tiene algo de negociación: no las deja marchar más allá de donde no las vea. Se agacha y arranca de entre la hierba una espiga. “No sé cómo se dice en castellano, esto es una escaldaboca”, dice. Una jodienda que se les atraviesa a las ovejas en las encías. Es pastor desde hace ocho años, vive en Puebla de la Sierra y lo de trashumar sí, pero no, porque le gusta su casa. Es frío y determinado como el azul de sus ojos. “Yo era educador social en Barcelona”. ¿Y qué pasó? “Que no era muy bueno. Me gustaba mucho pero no me salía bien, y tienes que hacer cosas que te salgan bien”, contesta. Una buena reflexión. “Se la escuché a Nicolas Cage en El señor de la guerra, un traficante de armas al que se le da muy bien lo suyo”.

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