La dama de hierro de los excluidos
Una monja con mascarilla y crucifijo lleva las riendas de la atención de las personas sin techo en Torrejón de Ardoz
En plena pandemia se puede decir que a ella nadie le tose. Con un crucifijo al cuello por todo galón, Fuensanta Meléndez es como un general. Un torbellino de órdenes. Se ve que tiene años de oficio. La mascarilla se le resbala de la boca. No puede con la locuacidad de esta mujer menuda. Apenas tiene tiempo para colocársela. Un rabo de lagartija que cuando es señalada como el alma máter del asunto da un paso al lado y señala a los que la rodean. Asegura que ella no es más que la tesorera, pero la realidad le lleva la contraria.
Llegadas las 9 de la mañana abre la puerta. Ya hay varios esperando. El frío pega pero está prohibido atravesar el umbral. Protocolo antivirus. El primero es Joaquín, que este martes ha cumplido 51 años. Viene de dormir en un cajero. Nada más asomar el hombre su rostro la monja lo pone firme. Primero le para los pies cuando trata de avanzar al interior para coger su desayuno. Después le riñe porque va sin mascarilla. “Como llevas dos días sin venir no te has enterado de que las hemos repartido. Pero no te vas a quedar sin ella”. Y le sacan una.
Poco a poco van desfilando. Igor, de Ucrania; Sergio, de Torrejón; Fuad, de Marruecos… Los poyetes del número 5 de la calle Soria de Torrejón de Ardoz hacen de obligada barra de bar para la decena de personas sin techo que empiezan el día aquí llevándose algo caliente al estómago. De camarero hace José Manuel Arias, voluntario casi a la fuerza. El Covid-19 le ha regalado un ERTE. Todos los atendidos son hombres menos una mujer.
Juliana es rumana y llega enroscada en un edredón azul y rosa. Su edad es “la justa”. En ella el tópico se hace realidad: viene de dormir debajo de un puente. También a ella, menos dócil que Joaquín, la hermana Fuensanta le tiene que parar los pies. En pleno reparto de los cafés y las tostadas pasa un coche patrulla de la Policía Nacional. “Venga, mantened las distancias”, ordena la religiosa recordando que el virus debe andar paseando por allí. Pero la rumana amaga con rebelarse. “Tengo mis leyes”. Sin darle tiempo a más, la monja la pone en su sitio mientras los agentes avanzan calle adelante: “Nosotros tenemos un compromiso con ellos”. Joaquín, ya desayunado, aprovecha y se va al programa de metadona.
Fuensanta no quiere líos con la Policía. La “autoridad” acudió a cerrar la semana pasada el centro de día próximo al comedor en el que pasan la jornada los que no tienen donde vivir. En ese centro de acogida, que ha cobrado más importancia con el estado de alarma, los rostros de la cola del desayuno se repiten. Lograron que fuera reabierto el sábado tras permanecer solo un día clausurado. El Ayuntamiento intercedió. Entregó mascarillas y guantes para usuarios, trabajadores y voluntarios. Pero en el perfil de Facebook del comedor se lee que siguen abiertos bajo su responsabilidad. Hoy solo quieren mirar hacia delante. Agua pasada no mueve molino.
Con los humos más calmados Juliana asoma al rato la cabeza por la puerta y se ofrece a ayudar. “¿saco la basura? ¿hago algo?”. En medio de la destrucción que sufre el ser humano de la calle agradecen gestos como ese. Varias manos se afanan ya en preparar el reparto de la comida. Unas 70 diarias. El Covid-19 ha obligado en todo caso a cerrar los talleres en los que los usuarios del centro de día mataban las horas. La medida se impone para evitar la proximidad física.
El comedor solidario, abierto desde 2013, alimenta aproximadamente a un centenar de personas entre los que viven en la calle, los que no tienen un hogar (comparten por ejemplo habitaciones en pisos de alquiler) y familias desfavorecidas. El local alquilado es una antigua carnicería que mantiene al fondo su cámara, ideal para productos que necesitan frío. Cualquier espacio es bueno para apilar todo tipo de alimentos. Y hasta algo de ropa. Abren los siete días de la semana aunque el peligro de contagio hace que muchos de los voluntarios, de edad avanzada, permanezcan estos días en segunda línea, explica la trabajadora social Margarita Villa, uno de los tres contratados. Están orgullosos de los 162 socios y de todos los que ayudan de forma desinteresada para hacerlo posible. La monja enumera al Ayuntamiento, las parroquias y una larga lista de colaboradores con la esperanza de que aparezcan todos en este reportaje a modo de agradecimiento.
Bocadillos por emblema
“Dolorosamente, a veces tenemos que llamar a la Policía. El alcohol daña en exceso la convivencia”. Y la droga, añade poco después Fuensanta, religiosa del Sagrado Corazón. No se mira el credo del que acude pero sí se le pide respeto. “Acaban perdiendo el sentido de grupo y solo piensan en ellos”, añade Manuel Cruz, presidente del Comedor Solidario. La institución tiene por escudo el emblema de Torrejón con dos bocadillos encima. Para Manuel, Fuensanta es “un ángel”. Un ángel curtido el la atención al prójimo pero que sabe cuándo hacer oídos sordos.
Un joven marroquí protesta airado mientras se lía un porro en la puerta del centro de día. “¡La monja no ayuda!”, vocifera. “Es tremendo que esto, creado para excluidos, genere una nueva exclusión”, se entristece la religiosa tras explicar que es alguien muy conflictivo. El chaval se queda en la acera junto a un balde de agua con lejía donde se han desinfectado los zapatos los que están dentro.
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