El Lyceum y el Magerit: feminismo en el Madrid republicano
La ciudad fue clave durante los años 30 en la lucha por los derechos de las mujeres
En plena década de los treinta del siglo XX ya existía en España un feminismo sólido, consciente e intelectual. Fueron los años de la Segunda República (1931-1936) un sueño en cuestión de logros sociales y culturales del que el país despertó bruscamente con el estallido de la Guerra Civil y el triunfo posterior del franquismo en 1939. Aquellas mujeres que se alzaron entonces, ante la estupefacción de los sectores más conservadores, para reivindicar su valía, son reconocidas hoy como pioneras de una lucha que permanece viva.
Madrid fue clave durante esos años. Desde 1915 existía la Residencia de Señoritas, que fomentaba la formación universitaria de las mujeres bajo la influencia de la Institución Libre de Enseñanza. Era la versión femenina de la célebre Residencia de Estudiantes. Cuando en 1915 esta se trasladó a su ubicación actual en la calle Pinar, dejó libre su anterior emplazamiento en Fortuny, que fue ocupado por la Residencia de Señoritas. El incremento de alumnas en años posteriores hizo que el centro se extendiera en varios edificios entre las calles Fortuny, Rafael Calvo y Miguel Ángel.
La pedagoga María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas, fue artífice de una de las ideas más importantes en la historia del feminismo español: la creación del Lyceum Club Femenino. En 1926, en plena dictadura de Primo de Rivera, nació la primera organización cultural y laica española proyectada para defender los derechos civiles de las mujeres, emulando el Lyceum Club de Londres. Después del español, el modelo se extendería por otras ciudades europeas como Barcelona, París o Berlín.
Presidido por Maeztu, el Lyceum madrileño se ubicó en la Plaza del Rey, esquina con calle de las Infantas, en la Casa de las Siete Chimeneas, un edificio que data del siglo XVI y fue residencia del polémico Marqués de Esquilache, ministro de Carlos III, y sede del Banco de Castilla. Protagoniza, además, una célebre leyenda arraigada en la historia madrileña que lo sitúa como morada de un fantasma: el de la joven Elena, una bella muchacha asesinada por haber sido la amante de Felipe II.
El Lyceum se concibió como lugar de encuentro para compartir ideas, fomentar la cultura y luchar por los derechos de las mujeres. Tenía sección social, internacional, de literatura, música, artes plásticas e industriales, Hispanoamérica y ciencias. Declarado “aconfesional” y “apolítico”, sus restricciones se limitaban al estatus social y económico de las mujeres: se exigía a las socias haber cursado estudios superiores, haber destacado en alguna rama artística como la literatura o la pintura o colaborar en obras sociales. Por eso en la práctica predominó una elite cultural de clase alta, con nombres de la talla de Victoria Kent o Isabel Oyarzábal, vicepresidentas; o Zenobia Camprubí, secretaria. Otras socias célebres fueron Carmen Baroja, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcín, María Lejárraga, María Teresa León, Concha Méndez, Maruja Mallo o Elena Fortún; esta última tan afín a la organización que convirtió a la madre de “Celia”, su más entrañable personaje, en asidua del Lyceum.
Allí nacieron importantes campañas sociales, como la del derecho al voto femenino –que Clara Campoamor logró en 1931– y la exigencia de supresión del insólito artículo 438 del Código Penal, que castigaba a los hombres que mataran a su esposa adúltera –si la encontraban en pleno acto de adulterio– a una pena de tan solo un par de años de destierro. También fueron ellas las fundadoras de la Casa del Niño, una escuela infantil gratuita.
El fomento de la cultura fue fundamental. Los intelectuales más importantes de la época, como Miguel de Unamuno, Manuel Azaña, Federico García Lorca o Luis Cernuda impartieron conferencias en el Lyceum. Resulta memorable la de Rafael Alberti en 1929, titulada “Palomita y galápago. ¡No más artríticos!”, en la que el poeta, vestido de payaso, arremetió contra la burguesía, provocando la consternación de las mujeres más tradicionales del público. Hubo otros, como Jacinto Benavente, que se negaron a acudir al Lyceum. Recuerda María Teresa León en sus memorias la excusa del Nobel, portadora de un vergonzoso doble sentido: “No puedo dar una conferencia a tontas y a locas”. No fue el único que las criticó: las llamaban, despectivamente, “el club de las maridas”.
El momento de mayor efervescencia del Lyceum fueron los años republicanos, por la libertad que se ofrecía. En esa época nacieron otras organizaciones feministas, como el Ateneo Femenino Magerit, inaugurado en 1932. Situado en el número 24 de Conde de Peñalver –actualmente, Gran Vía 1–, fue el primer ateneo exclusivamente para mujeres, en el que también predominó la clase alta –las socias debían pagar una cuota mensual de cinco pesetas–. Además de consolidarse como espacio de intercambio cultural, en el Magerit se desarrollaban actividades más lúdicas. Contaba con un bar americano y una sala para jugar al bridge –a imitación de los clubes masculinos–, además de biblioteca, salones para recitales e incluso cocina. Los hombres solo podían acceder al piso principal como acompañantes de las socias.
El Magerit se inauguró con varias fiestas que incluyeron cóctel y baile, a las que acudió gran parte de la intelectualidad española. La prensa lo llamó “casino de relumbrón, de lujo, de modernidad”, pero también tuvo que hacer frente, como el Lyceum, al acoso de los sectores sociales más conservadores. Muchos se negaban a asumir que las mujeres fumasen, bailasen fox-trot o charlestón, votasen e incluso pensasen. Por eso, 1939 constituyó el final de la mayoría de estas asociaciones. El Lyceum, sin ir más lejos, fue confiscado por la Sección Femenina, que lo convirtió en el Club Medina. La mayoría de las intelectuales marcharon al exilio.
La Historia les ha acabado dando la razón, aunque queden muchas metas por alcanzar en este terreno. Afirmó María Teresa León en su Memoria de la melancolía que aquellas mujeres se habían propuesto “adelantar el reloj de España”. Lo consiguieron durante unos años. Hoy seguimos persiguiendo esa hora: la de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.
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