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Antía Cal, luz de las aulas en tiempos de Franco: “Seremos cada vez más cultos, dignos y humanos”

La pedagoga gallega que implantó métodos revolucionarios en los años 60 falleció casi centenaria sin perder la fe en el poder de la enseñanza para cambiar el mundo

Antía Cal en 2017, en la casa de su familia en Muras (Lugo), donde vivió de niña al regresar de La Habana con nueve años.
Antía Cal en 2017, en la casa de su familia en Muras (Lugo), donde vivió de niña al regresar de La Habana con nueve años.Miguel piñeiro

“La ropa de dentro, pegada al cuerpo, y los calcetines, debe cambiarse a diario, y si no, tan pronto esté sobada, sin aguardar a sucia. Cuando se trabaja el campo o se ayuda en otras labores se pone sucia muy fácil, y si no se puede cambiar mucho por no tener repuesto, hay que hacerlo siempre que se pueda. Conviene que sea blanca, sin tintes”. Antía Cal (La Habana, 18 de abril de 1923-Meira, ayuntamiento pontevedrés de Moaña, 30 de marzo de 2022) tenía gran esperanza en que el progreso redimiera el país atrasado que encontró al volver de la emigración con su madre y sus hermanos. Estudió Magisterio y Filosofía y Letras en Santiago y continuó formándose como pedagoga en Europa durante décadas, decidida a ayudar a los niños de la dictadura a despegar, escapar de las tinieblas, tocar la luz. Tras su reciente muerte, ya casi centenaria, Galicia llora la pérdida de su educadora revolucionaria, que se adelantó a su tiempo instaurando métodos de enseñanza plurilingües y abiertos, radicalmente ajenos al adoctrinamiento franquista. Es necesario “aprender a pensar, cavilando en lo que se lee, para saber hacer un juicio adecuado de las cosas”, recomendaba a sus pupilos.

Daba igual que describiese el origen de la Tierra; los fenómenos atmosféricos; el panorama político de la URSS, de Alemania, de las islas del Caribe; la flora y la fauna; las enfermedades que entonces aún mataban a miles de infantes en España o las vacunas llamadas a evitarlo. Siempre intercalaba cuentos, poemas y grandes dosis de humanidad porque sabía que lo que no atrajese “espontáneamente la atención” del niño era “poco práctico y contrario a la pedagogía”. Así que al explicarles los gases del aire, les hablaba de las ruedas de los coches, de los cohetes de las fiestas, de los veleros y el vuelo de los pájaros, del sollozo de la gente “cuando está triste”. Y al contarles las guerras mundiales, la segunda aún reciente, les comentaba que había tierras “habitadas por razas muy diferentes, con idiomas y culturas propios, luchando cada una por ser libre y otras más fuertes por avasallarlas y conseguir más dominio”.

“Lo cierto es que todos los hombres y mujeres del mundo sienten el dolor, el hambre, padecen enfermedades, tienen sus hablas y sus cantares. Y debemos procurar por encima de las diferencias sentirnos hermanos y ayudarnos los unos a los otros”, insistía Antía Cal a los pequeños en O libro dos nenos, la enciclopedia infantil en gallego con la que ganó el concurso del Lar Galego de Caracas en 1955, una obra que quedó inédita, guardada en un cajón hasta que hace cuatro años la Diputación de Lugo decidió publicarla.

En 1961, Cal fundó en un bajo del centro de Vigo la Escuela Rosalía de Castro, laica, mixta, bilingüe al 50% en las aulas (castellano e inglés) y trilingüe fuera de ellas, porque al gallego todavía se le cerraban las puertas de clase. Varias familias de la burguesía industrial de la ciudad matricularon a sus hijos atraídas por la enseñanza de inspiración anglosajona, y esto sirvió de parachoques frente a los controles del régimen. Al principio había solo tres profesores y unos 40 niños, pero enseguida el colegio necesitó más espacio y cambió de sedes hasta llegar a la actual ubicación en el barrio de Bembrive. Por la mañana, en sus clases, los alumnos leían la prensa, y a veces bajaban al puerto a entrevistar a marineros, o visitaban el campo para conocer por sí mismos los problemas de los labriegos. Los estudiantes la tuteaban. Y todos la llamaban Tita.

En el Rosalía, con el tiempo, cada aula nueva fue bautizada con el nombre de un personaje admirado por la fundadora, desde Bertrand Russell a Marie Curie, desde Castelao a Maria Montessori, desde Alexandre Bóveda (mártir del galleguismo asesinado en el 36), Pitágoras o Concepción Arenal hasta una larga colección de escritores, pensadores, artistas, empresarios y científicos que marcaron la historia de Galicia. Según contaba su amigo Xosé Neira Vilas —autor de Memorias dun neno labrego, el gran best seller gallego—, en su día Tita también creó las aulas Nelson Mandela y Che Guevara, como iconos de la lucha “por la justicia social”. A medida que los críos iban subiendo cursos, cada año profundizaban en la figura histórica que daba nombre a su clase.

En sus lecciones de Geografía, Cal contaba cosas fantásticas. Les aseguraba a los pequeños que a diferencia del campo gallego, en Estados Unidos había máquinas para casi todo, y que en las casas había cocinas eléctricas, neveras, ingenios limpiadores que hacían “brillar el suelo”, calefacción y hasta unos aparatos que llamaban de aire acondicionado, que refrescaban “sin echar viento”. Trataba de despertar en ellos el deseo de mejorar su vida presente, pero no dejaba de advertirles de que la felicidad se esconde en cualquier parte: “no olvides que la alegría de vivir no es patrimonio de nadie; puede encontrarse en las grandes cosas y entre las más humildes”, escribía a los pequeños en esa joya de enciclopedia infantil, de casi 400 páginas, con la que pretendía transmitir a los menores un sentimiento de pertenencia al mundo, como unidad, como planeta.

La pedagoga Antía Cal, en 2012, en el jardín de su casa de Moaña (Pontevedra).
La pedagoga Antía Cal, en 2012, en el jardín de su casa de Moaña (Pontevedra).XURXO LOBATO

“Lo que interesa, sobre todo, es que tú cogieras apego a tus semejantes, y aprendas a respetar a los hombres, a los animales y a las plantas como a ti mismo”, se despedía la educadora al final del volumen. “Nuestra tierra se beneficiará del progreso del mundo [...] debe mejorar y mejorará”, auguraba esperanzada. “Bien utilizados, los inventos [...] borrarán las diferencias de clases y seremos cada vez más cultos por disponer de comodidad y tiempo libre para el estudio, y por tanto más dignos y humanos”.

Antía Cal falleció a finales de marzo, a pocas semanas de celebrar los 99 y solo dos días antes de la fecha en la que se cumpliría el 54º aniversario de la muerte de su esposo, el olfalmólogo Antón Beiras, galleguista de izquierdas en tiempos de Franco, inventor del Vigoscopio, un aparato para tratar el estrabismo. Antía y Antón compartían inquietudes y en un viaje de dos meses por Europa, en los años 50, en el que ella lo acompañaba en sus estudios sobre la vista, Cal recaló en un museo de pedagogía en Ginebra. Había un catedrático jubilado que se dedicaba a catalogar el legado de Johann Heinrich Pestalozzi, una de las fuentes de la pedagogía ilustrada de las que bebía la educadora gallega. El catedrático le preguntó cuántos años tenía su hijo (el mayor de cuatro que tuvo, Hixinio Beiras). “Cinco”, le respondió ella. “Pues ya le pasó el sol por la puerta”, sentenció el profesor suizo. Antía Cal siempre contaba que fue por esa frase que, después de fundar su colegio en Vigo, abrió las aulas para los niños de tres años. El catalogador de Pestalozzi, además, la puso en contacto con una pedagoga que trabajaba para la Unesco en París y de ahí llegó a otros círculos de la enseñanza en Europa. Después de fundar el colegio, viajó asiduamente a Barcelona para seguir preparándose con el colectivo Rosa Sensat.

“Es preciso brincar, subir a los árboles y nadar”

Inspirada por su esposo médico, Tita daba espacio a la salud en sus lecciones. Hoy, algunas pueden parecer superadas, pero otras no tanto. “Es tan importante cuidar bien de la piel como del corazón o del estómago”. “Si eres de la montaña procura visitar las playas ocho o más días cada verano”. “Las paredes de las casas, sin agujeros y bien pintadas de cal. Si no bastara, darles preparados contra la bichería, pero la limpieza de la gente y el fregado y el pintado son siempre necesarios”. “Los mozos de las ciudades deben huir de estar largo tiempo en los cafés, entre humo de tabaco y bebidas de alcohol. Deben hacer deporte, subiendo a los montes, procurando amar el paisaje, respirando el aire puro [...] Llevando de compañero y amigo un libro”. “Si una máquina deja de trabajar, se oxida y cuesta ponerla en marcha. Al cuerpo le pasa igual: es preciso hacer ejercicio, correr, brincar, subir a los árboles y nadar”. ”Así se podrá criar una raza fuerte de cuerpo, grande de esfuerzo y con el espíritu lleno de anhelos”.

“De cuantas enfermedades acechan al hombre, la peor es la tuberculosis. Se dice que más del 80% de nuestras vacas la padecen, lo que en los tiempos actuales es gran vergüenza y señal de atraso para nosotros. La culpa está en la falta de cultura, de higiene, de cuidados adecuados para el ganado”.

A Tita los niños nunca la decepcionaron. Siguió creyendo eternamente en el poder de la pedagogía para resucitar aldeas y mejorar las ciudades, para criar adultos libres, capaces de cambiar el mundo. A los 89 años, cuando acudió a recoger el premio Trasalba, uno de los galardones que reconocieron su trabajo en el último trayecto de la vida, la educadora rompió a llorar durante su discurso ante el conselleiro de Educación de la Xunta. Hablaba de los recortes y de las decisiones políticas que llevaban a la muerte masiva a las escuelas rurales.

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