Escapar de un aparcamiento convertido en una tumba
Vecinos de un parking de Benetússer, en el que hay aún cadáveres sepultados por la dana, rememoran cómo lograron huir cuando fueron a buscar su coche
Dania Isabela, de cuatro años, acaba de ver el primer muerto de su vida. A su hermano mayor, David, de 15 años, le pide que esté pendiente de todo mientras ella acompaña a su madre —Jessica Vedia, de 39 años— y a su padre —Juan Pablo Mercado, de 46 años— a cargar los teléfonos móviles en el coche, varias “cuadras” más allá de la vivienda familiar que tienen desde 2017 en la calle Literato Azorín de Benetússer (15.879 habitantes, Valencia). Desde el balcón de la familia —el de la habitación de matrimonio donde duerme la pareja con la niña— el olor de los cuerpos sin vida, el del fango y el del agua podrida es cada hora que pasa más intenso. El parking del supermercado Consum que tiene a menos de 10 metros podría enterrar, dice el agente de la Policía Local de Salou que custodia el perímetro, “hasta 20 personas”. Dania, David, Jessica y Juan Pablo se sentaron toda la mañana del sábado en la cama, sobre una manta de Bambi, y contemplaron la tétrica espera de los cadáveres. No hablaban mucho entre ellos. Preferían observar.
Juan Pablo, en el momento en el que entran los forenses, la Guardia Civil y demás agentes, se marcha solo a otra habitación. Allí enciende varios cigarrillos que guarda en una caja de Diazepam. Empieza a contar los buzos que salen de las labores de búsqueda. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco… madre mía”, enumera. Mercado nació en Bolivia en 1978 en el Departamento del Beni, al norte del país. Cuando tenía 19 años y estaba haciendo la mili en la base naval de Binloa, “una inundación parecida a esta” arrasó la localidad de Rurenabaque. El hombre era entonces un joven y fornido policía de playa. Se lanzó al agua sin dudarlo. Según él, “sacó seis personas, tres vivas y tres muertas”. “Así se me quedó el olor de los cadáveres, por eso sé que ahí tiene que haber bastante gente. Desde el jueves por la tarde no paro de notarlo. Yo pensé que lo tenía olvidado”, afirma. Al rato, cuando el primer cuerpo de la mañana ha sido ya depositado en la furgoneta de la funeraria Vadis, Mercado regresa con su familia. Le da un abrazo a Jessica, de quien se enamoró una noche en una fiesta en Valencia. Juega un poco con Dania a la pelota, y acaricia a Tor, un perro mezcla de Rottweiller con Shar pei. Sigue sin hablar, hasta que David toma la palabra:
—Cuando todo esto acabe voy a ir para allá—, dice señalando a la derecha.
—¿Para qué?—,contesta su padre
— Para buscar a Blas. No sé si está vivo o muerto—, responde refiriéndose a un amigo de la infancia.
Según el testimonio de los buzos de la Guardia Civil, este ha sido “solo el principio”. Al cuerpo de las 12.30 hay que sumarle otro que se sacó en la madrugada y que llegó flotando a la rampa. Todavía queda por vaciar la planta menos dos, donde se espera encontrar muchos más, aunque se desconoce el número exacto. Pueden ser cinco, 15 o 20 como avisaba el policía local.
El parking de Consum es una incógnita. Ni siquiera se sabe bien a quién pertenece. Alfafar y Benetússer son dos pueblos que conviven pegados, separados por una calle cualquiera, la Avenida Orba, en una especie de frontera. La riada llegó por ambos lados de la vía, una por Alfafar y otra por Benetússer, y chocó con violencia en la puerta del aparcamiento subterráneo. Fue como una succionadora chupando agua, coches y gente que pasaba por ahí. Algunos salieron, escalaron hasta los primeros balcones desde donde se les tendían sábanas y mantas en forma de cuerda. Luis Miguel Sáez, de 55 años, cometió esa tarde el error de su vida y estuvo a punto de no contarlo. Es vecino del bloque que está por encima del parking. Allí, además de las plazas para los clientes del supermercado, hay una parte para los propietarios de las viviendas. Sáez, junto con Vicente Estrada Pascual, y otro hombre llamado Fernando, entraron al parking para salvar sus coches, que estaban en la planta menos dos, subiéndolos a la menos uno. Fue un intento fatídico.
Luis Miguel, para definir la magnitud de la inundación, cuenta que era como un río lleno de hojas secas que flotan y no dejan ver el agua. “Las hojas eran camiones”, apuntilla. “El jodido mensaje de emergencia nos llegó ya cuando acabábamos de estar a punto de morir. Teníamos dos metros de agua. Por eso muchos bajamos a por los coches, porque no teníamos la información”, asegura. “En situaciones de esta magnitud, lo único importante es salvar la vida. La tuya y la de tus seres queridos. Los coches no importan nada, pero nosotros no sabíamos que esto iba a ser lo que ha sido”, se lamenta. Esa mañana, le hicieron trabajar como cada día en el Instituto Juan de Garay. Allí da clases de inglés. Sáez fue el primero en sacar el coche. Corrió al ascensor, se quedó encerrado, pulsó el botón de emergencia y escapó abriendo la puerta con sus propias manos. Por las escaleras consiguió llegar hasta su portal y ponerse a salvo. “No hay bomba de achique emocional para esto. Da igual al lugar que vayas, a uno se le agotan los recursos emocionales. No soy capaz de asimilar. Mis vecinos van todos con mascarilla por el olor de los muertos. Parece otra vez la puta pandemia”, sostiene derrumbado entre sus propias lágrimas.
En la carrera por la supervivencia Vicente Estrada era el segundo. Al preguntarle por su edad, el hombre responde orgulloso:
—66 años.
Luis Miguel, a su lado, le interrumpe, le contradice:
—No mientas Vicente. Tú tienes dos días. Has vuelto a nacer.
Y es que, contado por él mismo, que Vicente haya sobrevivido no tiene ninguna explicación. Su coche empezó a flotar con el morro hacia arriba en el garaje y cuando todavía el agua no cubría la ventanilla, pudo bajarla con el motor encendido. Antes de escapar, su instinto de supervivencia le hizo pensar que debía abrocharse la chaqueta para que se le pegara al cuerpo y nadar más cómodo. Salió de espaldas, agarrándose al techo del vehículo. Había conseguido llegar hasta la rampa de salida y el agua lo arrolló hacia abajo de nuevo. Entonces pensó en agarrarse a los cables de electricidad del techo mientras sacaba la cabeza en los diez centímetros que quedaban sin cubrir. “Me dio cosa romperlos, no te creas”, reconoce. Escapó sano y salvo.
El tercero fue Fernando, un hombre que trabajaba en Consum y del que Vicente no acierta a recordar su cargo. “Él era el que iba a todas las inauguraciones de tiendas. Acababa de llegar de Barcelona”, comenta. Fernando era mayor, elegante, con barba. “Lo último que me dijo fue que se quería prejubilar, y que le dieran por saco al trabajo”, rememora. El lunes y el martes Fernando teletrabajó. Su vivienda está a 100 metros del supermercado. Solo salió para salvar su coche, un Hyundai blanco que nunca pasó de la planta menos dos.
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