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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El orgullo brillante del carnaval de Russafa

Vuelvo la mirada hacia el inicio del ciclo y recuerdo el carnaval, ese momento de jolgorio y regocijo que da paso a la sufrida y sacrificada cuaresma

Desfile del carnaval de Russafa en una imagen de archivo.
Desfile del carnaval de Russafa en una imagen de archivo.

Ahora que ya hemos llegado al momento culminante de la Semana Santa, vuelvo la mirada hacia el inicio del ciclo y recuerdo el carnaval, ese momento de jolgorio y regocijo que da paso a la sufrida y sacrificada cuaresma. Unos buenos bailoteos, mucha alegría y desmesura popular antes de que nos recuerden lo de que somos ceniza.

Cuando vine a vivir al barrio de Russafa, en València, desconocía que se celebrara un carnaval y mucho menos que en él participaran agrupaciones de tantísimas nacionalidades. Las semanas previas al pasacalles se escuchaban los ritmos de algunas de esas peculiares cofradías. Ensayaban para el desfile y yo me preguntaba qué sería aquello.

Llegado el día, me quedé maravillada ante esa marcha que convertía las calles en ramblas por donde avanzaban de manera natural y gozosa asociaciones de vecinos, AMPAs de colegios, batucadas y plataformas de todo tipo. Les dansaes y la dolçaina precedían y acompañaban a la morenada, el tinku, la chacarera, el salay, la llamerada... Los colectivos migrantes de las comunidades latinas (boliviana, colombiana, peruana, chilena, ecuatoriana, etc.) nutrían el torrente carnavalesco con su aportación enérgica y luminosa. Sin duda, aquello era una fiesta.

Una fiesta que corría como un río caudaloso en la que cada agrupación mostraba con orgullo una parte brillante de lo que es suyo, de lo que constituye su identidad. Y digo orgullo porque creo que esa es exactamente la palabra apropiada para describir la actitud con la que portaban sus estandartes y realizaban sus bailes. Y orgullo de barrio es exactamente lo que sentí yo al verlo, orgullo de un barrio en el que se comparte vida y raíces, en el que cada colectivo muestra lo mejor de lo suyo y comulga con lo del otro.

Cuando se acabó de formar la torre de la moixaranga en el cruce desde el que estaba viendo el desfile, me emocioné. Cuando pasó la bandera whipala, también. La capacidad para tejer comunidad siempre me ha hecho tintinear el corazón. Yo hubiera querido que la sociedad entera fuera aquella fiesta de carnaval.

Desde entonces no me he perdido ni una sola vez el desfile. Este año tuvo lugar el 17 de febrero. Mientras lo veía, pensaba en lo mucho que me gustaría aprender a bailar todas esas danzas tradicionales, en la época en la que leía a José María Arguedas, en los viajes que realicé a América Latina mientras redactaba la tesis doctoral... pero, sobre todo, pensaba en mi alumnado del IES Jordi de Sant Jordi.

Y entonces me acordé de él. Llegó cuando acababa de empezar el curso, ligeramente asustado y sonriente. Diecisiete años. Lo colocaron en mi tutoría: 1º de Bachillerato. Tenía un hermano pequeño que se incorporó a 1º ESO. La entrevista inicial fue costosa y confusa. Supuse que casi no hablaba por timidez. Pasaron semanas. No seguía el ritmo de las lecciones. Apenas escribía en los exámenes y lo que escribía no tenía sentido. Mis conversaciones con él resultaban infructuosas. Hasta que un día lo escuché hablar con su hermano durante el patio. Fui corriendo a revisar mi cuaderno para comprobar el país desde el que había venido: Paraguay.

¿Cómo no se me había ocurrido que la lengua materna de aquel chaval pudiera ser el guaraní? ¿por qué no me lo había dicho?

Me sentí mal por no haberme dado cuenta antes. Consideré aceleradamente qué podía hacer para subsanar mi error.

Quizá lo mejor que podía ofrecerle era un poquito de ese orgullo brillante que yo había visto en el barrio.

Me acerqué y le pregunté: ¿conoces el carnaval de Russafa?

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