Memoria sentimental a pie de franquicia
Me sorprende que algunas de las personas que atesoraron recuerdos emocionantes en El Corte Inglés desaprueben ahora a quienes comen los fines de semana en un Taco Bell
El Corte Inglés no está en Borriana. Cuando yo era adolescente, tampoco había uno en Castelló, la capital más cercana a mi pueblo. Supongo que por eso me extrañó tantísimo la primera vez que escuché a alguien en València contarme que tenía buenos recuerdos vinculados a esos grandes almacenes. Conocí a un hombre al que le gustaba ir a merendar a la cafetería de El Corte Inglés porque decía que su madre le llevaba cuando era pequeño. Una compañera me explicó algo parecido, pero ella acompañaba a su abuela. Tuve una pareja que siempre compraba los regalos de Reyes allí porque “era tradición en su familia”.
La Bibiana joven y arrogante se echaba las manos a la cabeza al escuchar estos comentarios. En mi universo, las bragas se compraban en la paquetería; las meriendas, en el obrador; y los buenos recuerdos se gestaban en bares que no tenían nada que ver con grandes cadenas. Eso de que nuestra intrahistoria se enredara con un gran grupo empresarial me parecía una señal del fin del mundo.
Pero el mundo no se acabó y madurar consistió en agrandar el corazón y entender. La indignación se transformó y me creció la ternura. Hubiera preferido que esas personas tuvieran hermosos anclajes emocionales con la cafetería de Loli o la tasca de Pepe, pero quién era yo para menospreciar su mapa sentimental. ¿Y qué me hacía pensar que no los tenían?
Hemos escuchado en innumerables ocasiones que los centros de las ciudades han sido colonizados por franquicias que reproducen los mismos paisajes en todas partes. Yo añadiría que no solo los centros y no solo las ciudades. En poco tiempo, en Borriana, han abierto un Domino’s pizza, un Burguer King y un McDonald’s. Están todos juntos, en las afueras, no muy lejos de la casa de mis padres. Todavía no doy crédito. He pasado a formar parte de ese grupo de población que dice cosas como “me acuerdo de cuando todo esto eran huertos de naranjos”. Y me da pena, por supuesto. No obstante, no puedo evitar ponerme en guardia conmigo misma y con aquellas personas a las que escucho enarbolar con frecuencia el discurso de la nostalgia. Me crece dentro la sospecha sobre esa querencia tan insistente hacia el pasado. Y me pregunto si la legítima queja por la estandarización cultural y el crecimiento imparable de los gigantes empresariales no nos está impidiendo ver nuevas formas de comercio local que están ganando espacio y vertebrando comunidades, desde el salón de uñas que genera clientela asidua hasta la librería reinventada que rebosa de actividades.
Además, en los discursos especialmente apocalípticos sobre el avance de las grandes cadenas se percibe, en ocasiones, cierto desprecio hacia los consumidores de esos espacios, un clasismo que llega a invalidar cualquier red afectiva que se pueda tejer en torno a ellos. Me sorprende que algunas de las personas que atesoraron recuerdos emocionantes en El Corte Inglés desaprueben ahora a quienes comen los fines de semana en un Taco Bell.
El curso pasado me encontré a un grupete de alumnos por el centro de València. Estaban precisamente en uno de esos sitios. La cola salía de la puerta del local y se extendía por la acera, esa tarde vendían tacos a un euro. Allí estaban ellos, con sus diecisiete años, forjando su propia memoria sentimental a pie de franquicia. Y recordé aquello de agrandar el corazón y entender. Y me fui sonriendo, pensando en el cariño con el que esos mismos chavales se dirigían a Mar, la responsable del bar del instituto.
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