La experiencia naranjera como mérito para el exilio mexicano
Ocho valencianos expusieron en 1939 sus dotes en injertos, podas, selección y embalaje de cítricos para lograr un lugar en los barcos que trasladaban refugiados republicanos a México
A mano, con una letra inglesa perfectamente legible, en renglones rectos y en una escasa página. De esa manera se dirigieron ocho valencianos a la embajada de México en París para pedir asilo, en marzo de 1939.
“Se ofrecen como especializados en el cultivo del naranjo, por ser de procedencia de la Ribera Alta del Júcar, en donde abunda la cosecha de la naranja; destacándose en el injerto, podas y limpieza de los árboles, selección y embalaje de la fruta y otros trabajos que conciernen en dicha materia. En sus vegas naranjeras y mediante contrato, que permita la existencia digna en el trabajo y un mínimum de garantías personales de seguridad”.
La suya fue una de los miles de cartas que recibió el Gobierno mexicano, entre 1939 y 1940, de las que el archivo histórico diplomático de la secretaría de relaciones exteriores de México conserva 7.000.
Como otros muchos, Vicente Pausá Espí, Federico Benetó Martínez, Isidoro Martí García, Eliseo Martí Torregrosa, Antonio Francés Peris, Antonio Francés Alandes, Dionisio Pérez Úbeda y Bautista Ferri Benavent, de entre 25 y 34 años, “casados, naturales y vecinos del pueblo de Villanueva de Castellón provincia de Valencia (España)”, se encontraban en el campo de internamiento francés de Saint Cyprien a la espera de del Gobierno mexicano, liderado entonces por Lázaro Cárdenas, quien abrió las puertas del país a todos aquellos que huían de la dictadura franquista.
Un paisano de aquellos ocho hombres, Ramon Vicent Isern, leyó en 2012, en EL PAÍS, un reportaje sobre las cartas que miles de republicanos españoles habían remitido al cónsul mexicano desde París. Entre ellas, el periódico publicó la de los valencianos. “Esta carta despertó en mí la curiosidad por saber quiénes eran estas ocho personas, como fueron a parar allí y qué les deparó el destino”, cuenta ahora Vicent. “Durante estos últimos años he estado haciendo algunas investigaciones y finalmente he conseguido averiguar algunos detalles de la vida de siete de ellos, detalles que eran desconocidos para una inmensa mayoría de mis paisanos”, añade.
Ninguno de ellos llegó a México. Pero algunos sí se dedicaron a los cítricos en otros países del mundo. Dos de los exiliados que firmaban la carta, Federico Benetó Martínez y Vicente Pausá Espí, después de pasar también por los campos de Adge y Barcarés, estuvieron trabajando para propietarios agrícolas franceses hasta que en 1949 les ofrecieron la posibilidad de ir a trabajar a Marruecos en la plantación y cultivo de cítricos. Los dos aceptaron. Federico murió en 1966 y está enterrado en Casablanca, mientras que Vicente, después de la ley de amnistía, pudo regresar a su pueblo. Otros dos de los firmantes, Isidoro Martí García y Antonio Francés Alandes, se quedaron a vivir en Francia. Isidoro ya no regresó nunca a España y murió en Lambesc mientras que Antonio Francés se trasladó a la localidad de Arles de Tec y, tras la muerte del dictador Franco, regresó a su pueblo donde murió en 1992.
Otro de los firmantes, Dionisio Pérez Úbeda, después de unos meses en el campo de Saint Cyprian decidió, “animado por el gobierno francés y por las penosas condiciones que sufrían los exiliados”, cuenta Vicent, regresar a España donde trabajó como encargado de una gran finca agrícola y después como jornalero. Eliseo Martí Torregrosa y Antonio Francés Peris se integraron en la Compañía de Trabajadores Extranjeros nº 115 y fueron enviados por el gobierno francés a la frontera alemana donde en junio de 1940 cayeron prisioneros de los nazis e ingresaron en el stalag de Estrasburgo. El 11 de diciembre de este mismo año partieron en un tren de ganado en dirección al campo de exterminio de Mauthausen. Antonio Francés fue reclutado por César Orquín, un anarquista valenciano que hablaba alemán, para formar parte de su comando y pudo sobrevivir hasta que las tropas norteamericanas liberaron el campo en mayo de 1945. Después se instaló en la localidad de Champigny, a 14 kilómetros de París. Al final de sus días se trasladó a la localidad valenciana de Sueca donde murió en 1996. Eliseo Martí no fue tan afortunado y murió en Gusen el 18 de enero de 1942.
Ramon Vicent no solo indagó en el destino de sus paisanos, la curiosidad le llevó a bucear y bucear en archivos y a recabar testimonios, no solo de los ocho firmantes de la carta, sino también de otros exiliados de su pueblo. Con toda la documentación recopilada, escribió un pequeño libro L´exili republicà castellonenc, que fue editado por su ayuntamiento. Vicent cuenta, a lo largo del libro, cómo el Gobierno francés abrió sus fronteras a cientos de miles de refugiados republicanos, muchos de ellos civiles que realizaron la huida “a pie o en mulas, cargados con sus pocas pertenencias y en unas condiciones extremas”. El gobierno francés los recluyó en campos de internamiento con unas “pésimas condiciones higiénicas y mala y escasa alimentación”, por lo que el deseo de la mayoría de ellos era salir del país.
En él ha documentado el exilio de más de una veintena de hombres que partieron del pequeño pueblo, de la comarca de la Ribera Alta, que apenas contaba con 6.000 habitantes. De todos ellos, descubrió que solo cuatro llegaron a América: dos a México y dos a Chile. Los cuatro partieron de Francia en barco, en el vapor Mexique, y el Winnipeg, el también llamado “barco de la esperanza” que, impulsado por Pablo Neruda, llevó hasta Chile a más de 2.000 republicanos españoles. “En la mañana del 4 de agosto de 1939, José Llagaria embarcó en el Winnipeg, rumbo a Valparaíso”, escribe Vicent. “Después de un mes de navegación, los exiliados llegaron a Valparaíso”, relata después de hablar con el hijo del exiliado. Allí trabajó en una explotación agrícola pero otro dictador, Augusto Pinochet, quebró sus expectativas. Así, Llagaria y su familia decidieron volver a España. “Pasado el verano 1974 mi padre nos reunió a toda la familia, menos a mi hermano mayor que estaba detenido, y nos propuso la idea de venir a España. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a soportar la brutal represión que estábamos viviendo, aceptamos el reto y nos pusimos a preparar el viaje”, recoge el libro, que reproduce el relato del hijo del exiliado.
Vicente escribió a EL PAíS hace un par de meses. Su intención no era la de dar a conocer su trabajo, sino agradecer la publicación de los artículos: “Nos motivan para que nos interesemos por nuestro pasado y nos ayudan a rescatar del olvido a aquellos que perdieron la guerra”.
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