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elecciones comunidad de madrid
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Madrid coloniza el discurso valenciano

La toxicidad que exuda la campaña electoral madrileña se ha abierto hueco en el oasis político valenciano

Amparo Tórtola
Carteles electorales de los candidatos a la presidencia de la comunidad de Madrid.
Carteles electorales de los candidatos a la presidencia de la comunidad de Madrid.Víctor Sainz

Si se cumple lo anunciado por Pedro Sánchez, el próximo domingo, 9 de mayo, decaerá el estado de alarma que ha regido y condicionado nuestras vidas durante este largo año de pandemia y crisis sanitaria.

Adelantó el presidente del Gobierno sus planes el pasado 6 de abril, sin la deferencia de haber informado previamente a la Conferencia de Presidentes, definida esta como el órgano de máximo nivel político de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas. ¿Sorprendente? No. La falta de elegancia política y rigor institucional que el hecho en sí reviste es una constante desde finales de octubre del pasado año, fecha en que tuvo lugar la última reunión de Sánchez con sus homólogos territoriales. Todavía más: la desconsideración de Pedro Sánchez con los dirigentes autonómicos ha sido una constante durante toda la pandemia. ¿Acaso hemos olvidado que el Presidente del Gobierno comparecía ante los medios de comunicación para anunciar, con premeditación y alevosía, nuevas ocurrencias sin habérselas participado a sus colegas periféricos? Dicen que este estilo de entender las relaciones entre el Gobierno del Estado y los de sus territorios se llama “cogobernanza”.

Decaerá el estado de alarma y serán los dirigentes autonómicos los responsables de gestionar a partir del 10 de mayo las vicisitudes que surjan derivadas de la evolución de un virus que, a la vista de las últimas noticias -nueva cepa india con doble mutación-, no ha dicho todavía la última palabra.

Salimos de un estado de alarma sanitaria para entrar en un estado de “emergencia democrática”. Lo ha dicho, aunque con cara de no creérselo, el candidato socialista madrileño, Ángel Gabilondo, y le ha hecho los coros el aspirante de Podemos, Pablo Iglesias, al advertir que la democracia “está en peligro”.

Haciendo gala de ese seguidismo que caracteriza a la clase política valenciana, la toxicidad que exuda la campaña electoral madrileña se ha abierto hueco en el oasis político valenciano. Los partidos de la izquierda valenciana, socios en el Gobierno del Botánico -PSPV-PSOE, Compromís y Unidas Podemos-, han decidido esta semana mantener un “cordón democrático” contra Vox en el Parlamento autonómico, cada uno con sus matices. Mientras los de la coalición nacionalista y los morados optaban por abandonar una comisión para no compartir espacio con los diputados de la ultraderecha, los socialistas se mostraban partidarios del diálogo y la normalidad institucional. Previamente, los tres socios del Consell habían renunciado a participar en un debate convocado por Radio Valencia-Cadena SER para hacer balance en el ecuador de la legislatura autonómica. La inédita decisión era un gesto de solidaridad con Pablo Iglesias quien, unas horas antes, había desertado de un debate electoral en la misma emisora por la actitud, sin duda ignominiosa, de Rocío Monasterio, candidata de Vox. En paralelo, los parlamentarios valencianos del PP, Cs y Vox acusaban a los otros tres de ¡postureo electoralista!, ignorando, digo yo, que Madrid nos queda a 350 kilómetros.

La irrupción en toda Europa de partidos ultraderechistas, voceros de discursos racistas, homófobos y antifeministas, viene provocando debates teóricos sobre cómo desafiarlos para desactivar su expansión y frenar el apoyo electoral que reciben. Un dato: en las últimas elecciones generales Vox obtuvo en la Comunidad Valenciana 468.134 votos, tercera fuerza política por delante de Cs, Compromís y Podemos. No hay posturas unánimes. La falta de un criterio homogéneo frente a la extrema derecha se visualiza en las diferentes recetas aplicadas en nuestro entorno: en Austria e Italia, por ejemplo, se considera a las formaciones de la alt-right o derecha alternativa, como un actor político más que pueden integrarse en los Gobiernos; por el contrario, en Francia y Alemania se les aísla mediante los llamados “cordones sanitarios” para evitar que formen parte de los ejecutivos. En Dinamarca y los Países Bajos, la extrema derecha no forma parte de Gobiernos pero sí presta apoyo externo a administraciones conservadoras moderadas, modelo implantado en Andalucía.

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Los politólogos advierten de las ventajas e inconvenientes de cada opción. En resumen: la ultraderecha dentro del sistema gana visibilidad y legitimidad; si, por el contrario, se le aplica el aislamiento, el discurso de sus promotores vira al victimismo y afianza a estas formaciones como atractivas opciones antisistema.

Si me permiten la sugerencia, aunque quizás ya lo hayan hecho, recomendaría a los políticos valencianos, a todos, la lectura del libro La ultraderecha hoy (Paidos). Su autor, Cas Mudde, profesor de Políticas en la Universidad de Georgia, es un precursor en el estudio de la extrema derecha en Europa. Mudden recomienda a los partidos conservadores tradicionales evitar la promiscuidad, si quiera sea en parte, con el relato de los radicales, e impedir que estos guíen la agenda política del conservadurismo; y a los partidos situados en la izquierda les recuerda que una democracia que se precie debe ser lo suficientemente fuerte como para permitir que sus enemigos, sean de la tendencia que sean, se expresen y, al mismo tiempo, se sientan aislados. En una entrevista publicada en el diario.es el pasado mes de febrero, con motivo de la presentación de su obra, Mudden decía: “Si solo podemos sostener una democracia prohibiendo las alternativas es que tenemos una democracia muy débil”. Amén.

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