Invitación al cambio de dirigentes
Los casi 15 años transcurridos desde la sentencia del Constitucional presentan un panorama político de agotamiento, ausencia de propuestas y un fuerte predominio de la sensación de derrota colectiva
Al electorado catalán se le ha abierto con casi un año de anticipación la posibilidad de poner fin a una década larga de mayorías independentistas en el parlamento y el gobierno de la Generalitat. Las elecciones del 12 de mayo convocadas por el presidente Pere Aragonès toman inevitablemente el carácter de un examen al conjunto de la actuación del bloque independentista crecido al calor de la crisis constitucional abierta en 2010.
El independentismo llega a la cita dividido, exhausto y sin propuestas. Las brechas entre Junts, ERC y la CUP y la divergencia de sus respectivas orientaciones actuales parecen insalvables. Pero lo mismo les sucede a los demás partidos. En el campo progresista, el rechazo del PSC y ERC a formar una mayoría con los comunes en el Ayuntamiento de Barcelona, ejemplifica claramente la división y la inexistencia de un proyecto alternativo. En el ámbito de las derechas, la casi segura desaparición de Ciudadanos abre la posibilidad de una recuperación del conservadurismo españolista en torno a las siglas del PP tras dos legislaturas de eclipse. Pero eso está a años luz de acercarse a una mayoría parlamentaria.
La exigencia periodística de poner nombres cortos a los acontecimientos políticos complejos alumbró la marca procés, para identificar el ciclo abierto por las protestas contra la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que recortó el Estatuto de Autonomía de 2006. Sugería que se trataba de un proceso hacia la soberanía clásica, el que se resume en la fórmula una nación un estado. Pero, tanto o más que un proceso hacia la soberanía, aquellas protestas resultaron ser solo el crisol en el que buena parte del autonomismo catalán se convertía al independentismo para comprobar acto seguido que carecía de fuerza para ser mayoritario e imponerse. El experimento se ha saldado con un rotundo fracaso, aunque como suele suceder con las revoluciones derrotadas, lo cierto es que el paisaje después de la batalla no es ya el de antes. Y ahora, lo que impera en esta amplia franja social es la desorientación.
El principal responsable del fracaso de la aventura independentista, Carles Puigdemont y su partido proponen simplemente una repetición de la jugada, volver a intentarla hasta que logre el resultado apetecido. Frente a él aparece en los sondeos preelectorales como principal opción a sustituirle la del partido socialista dirigido por un Salvador Illa, cuyo programa consiste en dejar las cosas como están, olvidar la protesta, la efervescencia nacionalista, el aventurismo.
Dicho en términos caros al catalanismo, olvidar el ataque de rauxa y recuperar el seny. El catalanismo transversal que dirigió la política catalana en la etapa de la transición a la democracia y la recuperación de la Generalitat fue el gran derrotado por la sentencia del tribunal Constitucional de 2010. Aquella sentencia cerró las expectativas de avance tan difícilmente pactadas por el autonomismo. Ahora Cataluña tiene un Estatuto de Autonomía que no es el votado por su parlamento y refrendado por sus electores. No es el propuesto por los autonomistas y es rechazado por los independentistas.
Los casi 15 años transcurridos desde la sentencia del Constitucional presentan un panorama político de agotamiento colectivo, ausencia de propuestas, con un fuerte predominio de la sensación de derrota colectiva, de década perdida y de división. Es un escenario que invita a cambiar de dirigentes, por mucho que la burocrática oferta realmente existente induzca a todo menos al entusiasmo.
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