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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Golpismo, en versión posmoderna

El colmo del retorcimiento discursivo es que quien vulnera la ley para mantener secuestradas a las instituciones que controla pretenda hacer creer que lo hace precisamente para salvarlas de injerencias indebidas

Milagros Pérez Oliva
La portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, junto a diputados de su partido durante el pleno de este jueves en Madrid.
La portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, junto a diputados de su partido durante el pleno de este jueves en Madrid.Kiko Huesca (EFE)

Esta semana se ha traspasado un límite en el deterioro institucional que sitúa a la democracia española en una situación de peligro. El bloque de derechas y el bloque de izquierdas se han acusado mutuamente de querer destruir las instituciones y ambas han invocado el fantasma del golpe de Estado. El lenguaje está ya tan distorsionado que las palabras no sirven para describir lo que ocurre porque se utilizan, en el más puro estilo trumpista, para crear una “realidad alternativa”. En esas circunstancias, la ciudadanía tiene muchas dificultades para discernir quien tiene razón y eso es precisamente lo que busca el PP con el discurso destinado a camuflar su estrategia de demolición institucional.

Pero los hechos son los hechos, aunque cueste rescatarlos de tanta versión distorsionada. Y los hechos son que, con su negativa a renovar el Consejo General del Poder Judicial, que lleva cuatro años caducado, y una parte del Tribunal Constitucional, el PP pretende perpetuar su control sobre uno de los tres poderes del Estado, el Judicial, y a través de este, tratar de condicionar al resto. Para ello cuenta con la complicidad de un número importante de jueces afines que, en abierta y descarada rebeldía, no solo incumplen la ley, sino que se han atrincherado en sus puestos, lo que constituye un secuestro de facto de las instituciones que representan.

Esta semana el PP ha ido más allá y ha intentado bloquear también la acción del legislativo. Lo ha hecho movilizando al Tribunal Constitucional para suspender la votación del Congreso de los Diputados que debía poner fin al bloqueo. No lo consiguió, pero de consumarse el próximo lunes la maniobra, los miembros del Constitucional que actúan al dictado del PP lograrían impedir que se apruebe una norma que obligaría a varios de ellos a abandonar el cargo. Se erigen así en jueces y parte, en el sentido estricto de la expresión.

Mientras desarrollaban esta estrategia, los diputados del PP gesticulaban en el Parlamento presentándose como víctimas de un atropello y acusando al PSOE y a la mayoría parlamentaria de atentar contra las instituciones y la democracia. Acusar al adversario de lo que uno practica es una forma hábil de sembrar confusión y neutralizar las críticas. Y el colmo del retorcimiento discursivo es que quien vulnera la ley para mantener secuestradas a las instituciones que controla pretenda hacer creer que lo hace precisamente para salvarlas de injerencias indebidas. Montesquieu lloraría de rabia ante un argumentario tan insidioso para justificar un atentado contra la división de poderes.

¿Cómo podemos definir esta situación? No se puede hablar de golpe de Estado, ni tampoco compararla con el 23F, porque allí se pretendió suspender la democracia con las armas. Pero, ¿qué calificativo merece este deterioro deliberado de las instituciones por la vía de impedir su normal funcionamiento? Esta semana, muchos hemos sentido una inquietante punzada en el estómago al imaginar qué puede ocurrir si esta pulsión golpista que se percibe en la derecha española va a más. Está claro que esta derecha solo considera legítimo el poder cuando ella lo ostenta. En esta deriva de golpismo posmoderno que se apunta, ¿cuál será el siguiente paso?

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