Cataluña concreta
Quienes protestaron contra la presencia del Rey el Liceu son hijos ideológicos de quienes, en 1988, rechazaron convertirlo en la La Scala de España
De entre las bastantes personas cercanas a mí que son partidarias de una Cataluña independiente, las más entregadas a la política profesional claman por una república catalana. La reivindicación, perfectamente legítima, da a entender que el régimen político del país importa más que este mismo. Es natural, pues, para un político profesional, resulta preferible el cargo de ministro de un Estado que el de conseller de una Generalitat autonómica.
Mas el problema podría ser que a quienes nos interesa más el país concreto que su conformación política no siempre acertamos a ver que las prioridades políticas de fondo sean incrementar la actividad económica (reducir el paro), reforzar las comunicaciones con Valencia y Francia (reducir el coste de los viajes), mejorar la sanidad (reducir los tiempos de espera), la educación (reducir el fracaso escolar) y la seguridad (reducir los delitos violentos), gastar mejor los recursos públicos (reducir el despilfarro eventual), u otras cosas semejantes. A uno, los objetivos concretos le interesan más que las proclamaciones abstractas.
La objeción de que todo lo anterior se conseguiría más fácilmente con un Estado propio es de peso, pero no tengo medios para ponderarla, no la podemos medir, como, por el contrario, podemos medir perfectamente el índice de abandono escolar en Cataluña (un 14,8% en 2021), notablemente superior al de Euskadi (4,5%), al de Galicia (8,1%) o al de Navarra (9,1%). Ya sé que la dimensión y composición de la inmigración en Cataluña influyen en el desastre, pero no es consuelo: debería estar en el centro de las ocupaciones de nuestros gestores públicos, antes que el cambio de fronteras.
También sé que la reivindicación de la república catalana, además de convertir a Cataluña en un adjetivo, tiene como objetivo fundamental quebrar la Corona, la monarquía, que es la dovela central del régimen constitucional de 1978, como explicaba Manuel Aragón hace unos días en la Real (precisamente) Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Pero a mí el grito de unos cuantos (Catalunya no té rei!), la tarde del 4 de noviembre, en las puertas del Liceu, y dirigido contra los Reyes de España quienes acudían a conmemorar el 175 aniversario del primer teatro de Cataluña, me hace pensar en los candidatos y candidatas naturales a presidir la república catalana. Temo que no es para salir a la calle a bailar, ojalá esté equivocándome de nuevo. Y es que los manifestantes eran hijos ideológicos de quienes, en 1988, rechazaron convertir al Liceu mismo en La Scala de España, no fuera que su catalanidad se aguara, como ha recordado Josep Maria Bricall. Ya lo mismo habría probablemente ocurrido en 1980 cuando, desde aquí, también se habría renunciado a pedir el concierto económico. Algunos lo han negado luego, pero, si se hubiera reclamado pública y repetidamente, lo sabríamos de sobras. Constaría.
Sé por fin que mi deplorada reivindicación de una Cataluña de concreciones contrastables no va a concitarme nuevas amistades, pero acaso es un ejercicio de independencia personal que podría contribuir a mejorar las cosas concretas de este gran país.
Pablo Salvador Coderch es Catedrático emérito de derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
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