El periodismo, ¿el mejor oficio? Ni de coña
Hay días —e historias— que te parten el alma en cachitos y aguantas el tipo porque es lo que toca, pero por querer, querrías bajarte de la vida un rato y dejarlo todo
Hay días en los que el periodismo se ejerce temblando. De frío, de miedo, de rabia. De pena o angustia, también. Tiritando de la cabeza a los pies. Como cuando entramos, por primera vez, en una unidad de cuidados intensivos durante lo peor de la primera ola de la pandemia y se nos vino el mundo encima. Como una sacudida de realidad, después de tantos días contando enfermos y muertos desde casa, la crisis sanitaria cobraba voz, ojos y cara. Y en el momento, tomas notas, y preguntas, y te responden. Y afinas el oído para pillar conversaciones ajenas o los ruidos extraños de ese lugar poco accesible. Pero luego te vas a casa, ordenando el reportaje en la cabeza, y empiezas a digerir todo lo que sabes que no vas a contar: el nudo en la garganta que se te puso al ver a ese chico intubado que es casi de tu edad y que no sabes si saldrá adelante, o el dolor de barriga que te atrapa aún hoy al pensar en aquel otro señor que, con la mirada perdida, solo esperaba a que pasase el tiempo y a ver qué.
El periodismo no es el mejor oficio del mundo ni de coña. No sé en qué estaba pensando Gabriel García Márquez cuando lo dijo, y que Dios me perdone por contradecir a Dios, pero no, no lo es. No, al menos, todos los días.
Poco se cuenta —y mucho se romantiza—la precariedad que come a la profesión, las jornadas interminables sin ver la luz del día y el ego insoportable que se nos pone cuando nos creemos que triunfamos por cuatro retuits y un par de titulares. Pobres mindundis, que confundimos vocación con devoción y vivimos esclavos de nuestro gusto por gustar.
Pero de lo que menos se habla es de lo que callamos: de esos momentos que nunca llegamos a contar, pero guardamos para siempre en la mochila del oficio. Son esas cosas que, como contaba Clara Blanchar en la newsletter de El País Barcelona, no decimos “por pudor, por respeto al protagonista, por no estigmatizar, por no señalar a una fuente”. O, simplemente, porque a nadie le interesa —ni tiene que interesarle— la carga emocional que el periodista se lleva a casa cuando sale de una entrevista o cuelga una llamada que le rompe por dentro.
Nos enseñan, con más o menos fortuna, a venir llorado de casa. Y a tirar de oficio cuando vienen mal dadas. Pero hay días —e historias— que te parten el alma en cachitos y aguantas el tipo porque es lo que toca. Pero por querer, querrías bajarte de la vida un rato y dejarlo todo. Esos días, el periodismo es el peor oficio del mundo.
“Es lo que hay”, te repites. Tragas saliva y no se lo dices a nadie. Si acaso, al fotógrafo que te acompaña y que, casi siempre, además de sacar fotos, es colchón, cómplice, mano derecha y paño de lágrimas. Menos mal que estaba Massi Minocri al lado cuando me empezaron a temblar las piernas en una habitación de cuidados paliativos, mientras entrevistaba a una paciente con un cáncer avanzado: esa mirada amiga cuando te ve los ojos vidriosos entre pregunta y pregunta y la mano en la espalda a la salida, mientras te brotan dos lagrimones gigantes que te llenan de vergüenza y rabia por no venir bien llorado de casa, hacen menos amargos los días más difíciles.
Con Massi también estaba el día que conocimos a Raquel Txavarria, entonces postrada en una cama de hospital, inconsciente y con medio cráneo abierto a causa de una hemorragia subaracnoidea que la tenía más allá que aquí. El reportaje no iba sobre ella, pero por ella nos fuimos a casa destrozados, arrastrando los pies y a vueltas con la misma chica que, por obra y gracia de la medicina, nos abrió la puerta de su casa pocos meses después, mientras los dos, plantados en su rellano, solo podíamos sollozar al verla de pie y bien.
Pasarlo mal no es bonito ni engrandece el oficio. Es natural y hay que asumirlo, pero tampoco procede blanquear los malos ratos o esconder los bajones. Haberlos hailos, como las meigas: no se ven, pero están. Y son una mierda. Aquí, en el primer mundo, con las cosas más banales; y allá, en cualquier parte, cubriendo guerras, hambrunas y otros males.
Hace unas semanas, poco después de un reportaje en un centro de oncología infantil de Barcelona, el fotógrafo Albert Garcia, me mandó un mensaje: “No paro de pensar... He salido tocado”, decía. Hay días que duelen. Y a pesar de las sonrisas inmensas de esos niños y del aguante estoico de unos padres que te abren las puertas de su vida, las palabras se te atragantan y ya no sabes qué decir ni qué preguntar. Aguantas, pero flaqueas. Y te callas. Y no se lo cuentas a nadie.
Quizás somos afortunados por poder ver y contar un millón de cosas buenas, malas o regulares. Pero este no es el mejor oficio del mundo. No siempre. En una agenda de los años de universidad, apunté una vez una frase que dijo un profesor, Xosé Antonio Neira Cruz, y que hoy toma valor como el retrato más afinado para describir el oficio: “El periodismo es la profesión más bonita del mundo y, al mismo tiempo, la más desagradable. Y eso es lo que lo hace grande”. Pero eso no nos lo cuentan.
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