Game over
El sábado se enterró el mito del 1 de octubre, con los silbidos a Carme Forcadell y la cara satisfecha de Laura Borràs
En el momento en que se escriben estas líneas aún no se sabe cómo acabará la negociación entre los dos partidos que integran la coalición de gobierno en Cataluña. La semana pasada se vio cómo los enésimos conflictos entre los socios independentistas se saldaron con la destitución del vicepresidente Puigneró a manos de un president Aragonès que parece determinado a acabar con las continuas trampas que le ponen unos posconvergentes divididos y enfrentados entre su alma gobernista y su alma nacionalpopulista. Queda por saber cuál será el resultado de la votación de la militancia sobre si quieren que Junts abandone el Govern o no.
Seguramente, es importante saber cómo quedará por fin la situación del Ejecutivo. Si habrá ruptura o no. Si esta será ahora mismo (como la aceleración de estos días apunta) o será en un tiempo, en todo caso antes de las municipales, que son la verdadera trinchera del conflicto partidista entre fuerzas independentistas subyaciente al vodevil de los últimos tiempos.
Pero lo que ha resultado realmente llamativo de los últimos días en el conjunto del espacio independentista es que se han ido quemando todos y cada uno de los referentes narrativos que tan eficazmente han monopolizado el debate político en la Cataluña de la última década.
Un lenguaje propio, unas expresiones solo inteligibles en el contexto catalán, una entera semiótica (que ha llevado, por ejemplo, a positivizar el término “soberanismo”, que en el resto del mundo se asocia a Meloni, a Orban o a Trump), que, en los últimos tiempos han pasado a ser de poderoso instrumento de movilización a arma arrojadiza, espejo de una pasión triste y divisiva. La mutación —de lenguaje constructor de realidades potencialmente ilusionadoras a receptáculo de todas la frustraciones—, ha experimentado un giro decisivo a partir de octubre de 2017, como no pudo ser de otra manera. En un primer momento la artillería narrativa se lanzó contra aquellos sectores que no compartían el proyecto independentista. Pero a partir del trauma de aquel octubre el lenguaje se ha empleado cada vez más como herramienta de ajuste de cuentas entre los propios independentistas, en el marco de un progresivo despojamiento de toda épica, que ha dejado al descubierto una realidad que siempre estuvo presente en el procés (y está en debate saber en qué proporción, si total o parcial, cada una saque sus conclusiones), y que no es otra que la batalla descarnada por el control de las instituciones unida a la traducción catalana de los vientos identitarios que en la última década han asolado el mundo como resaca de la gran crisis financera de 2008.
Solo había un mito que resistía, y precisamente era el 1 de octubre. Según la retorica de los partidos independentistas —que la semana pasada aprobaban una moción en el Parlament en ese sentido—, era algo así cómo “el día en que fuimos capaces de todo”, y en la memoria de aquella parte de la ciudadanía que constantemente ha dado apoyo a la independencia el día de movilización más importante, la experiencia vital que ha permitido seguir vinculándose emocionalmente al procés a pesar de la manifiesta incapacidad de los partidos, a sus errores y a la impúdica muestra pública de sus intereses partidistas.
El sábado se enterró ese mito en el momento en que los silbidos a Carme Forcadell, y la cara satisfecha de Laura Borràs (captada por un vídeo) hicieron añicos definitivamente toda la construcción narrativa que fue el procés en los últimos 10 años. Game over. Y esta vez probablemente sea cierto que se cambia de pantalla y se abren escenarios nuevos. Con sus oportunidades y sus peligros.
Las oportunidades vendrán en el momento en que se empiece a traducir de manera más substancial la ruptura del bloque independentista y finalmente se puedan plantear alianzas basadas en el proyecto socieconómico de cada una de las fuerzas políticas. La aprobación de los presupuestos darà pistas en mérito.
Los peligros vienen de la tentación del nacionalismo conservador, que ahora ve peligrar su participación en el control de las instituciones (su verdadero ADN), de utilitzar como fuerza de choque un sector intransigente y radicalizado del independentismo que, impulsado por la frustración, jugará a distorsionar el juego político y tensionar las costuras de las instituciones democráticas. Frente a ello, será importante construir consensos que consigan aminorar su capacidad de influencia.
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