Tejer amigos en la ciudad
Es muy difícil ser ratón de campo en Barcelona. Nunca se hace de noche del todo, los ritmos de vida son más acelerados y las relaciones sociales, distintas. La comunidad se fuerza, no sale sola
En la aldea tengo unas amigas de andar: Teté, Irma y las dos Marujas. A media tarde, calzamos el chaleco reflectante cortesía de Armaduras del Norte S.L. y enfilamos los caminos de monte hasta que cae la noche o empieza a llover. Andamos y hablamos de la vida. Ellas cuentan historias de antes que no sabía y yo las instruyo en el feminismo consciente. Quid pro quo. El día que nos juntamos, andamos y hablamos mucho porque sabemos que las tardes no son para siempre y yo tampoco. Al final, siempre tengo que marchar y desde muy lejos, las echo de menos. En Barcelona no tengo amigas de andar. Como mucho, la elíptica del DIR, pero no es amiga, amiga.
Es muy difícil ser ratón de campo en la ciudad. Nunca se hace de noche del todo, los ritmos de vida son más acelerados y las relaciones sociales, distintas. La comunidad se fuerza, no sale sola: se organizan reuniones afterwork para simpatizar borracho con quien te cae mal sereno, el Ayuntamiento monta programas para combatir la soledad vecinal en barrios gentrificados, y dices muchas veces a la gente “Tenemos que quedar”, pero luego nunca quedas. No llegas al bar y te sientas con cualquiera porque conoces a todo el mundo; tampoco quedas con tus amigos para que te acompañen a hacer recados; no vas a andar con tus amigas de andar.
Es muy difícil ser ratón de campo en la ciudad. Más, si esa ciudad no es la que te tocaría por proximidad natal. Dos veces expatriado. Forastero siempre. Generar vínculos se complica en un entorno que no es el tuyo, con el que no simpatizas mucho y, para ser honestos, tampoco él contigo. Puede que algunos sitios sean de naturaleza hostil para fomentar las relaciones sociales con los recién llegados, pero en el fondo, el problema no es el lugar, eres tú. Quizás por morriña, porque crees estar de paso o por pereza, procrastinas los intentos de incorporación a un grupo de convivencia estable, como los de la pandemia.
Tienes que estar muy seguro de querer integrarte para integrarte un poco. Yo, por ejemplo, tardé cuatro años en cambiar mi cama rota porque, total, qué más da, si me iba a ir pronto de aquí. Pero nunca me fui y un día casi me caigo al suelo, así que, al final, me compré una con canapé, somier y colchón viscolástico. La vida, imponiéndose siempre.
El otro día vi un corrillo de mujeres tejiendo a las puertas de la tienda de lanas del barrio. Sentadas a la fresca, en una tarde para derretirse, ahí estaban ellas, pegando la hebra. Como las amigas de andar, pero quietas. “Era el Día Mundial de Tejer en Público y lo visibilizamos así. A la calle solo salimos ese día al año, pero una vez al mes, también nos reunimos para crear comunidad y compartir: puede venir quién quiera y teje cada una lo suyo, pero todas juntas”, explica Soraya Vilar, dependienta de Lalanalú. Para gente de todas las edades, entrada libre, con el vínculo inicial del gusto por tejer y luego, lo que surja.
Lo malo de la ciudad es que, al final, todo se planifica. Hasta los vínculos. Quizás por la absorción mental del trabajo y el escaso tiempo libre que te deja esa agitada vida laboral, hasta el ocio se programa. No vaya a ser que te lo quiten o, peor, que lo desperdicies (¡ay, el fomo!). Por eso no hay mucho margen para cosas —ni personas— nuevas. Por eso celebras las cenas de empresa en jueves, sin amenazar los planes de fin de semana que tiene ya perfectamente agendados desde hace meses la gente normal. Por eso no pierdes el tiempo acompañando a tu amigo a hacer mandados insulsos.
Precisamente, sobre el amigo de los recados, mi querida Noelia Ramírez —a pesar de ser una ermitaña nostálgica, una también tiene amigas en esta ciudad— me dirigía el otro día a la reflexión que hace un tiempo exponía la periodista Anne Helen Petersen en su newsletter Culture Studie: “La amistad de los recados [errand friendship, en inglés] requiere tiempo, pero no planificación. Simplemente, te unes a alguien en su trayectoria de vida por un tiempo”. Tiempo improductivo para ti, pero de calidad para los dos. Petersen también lo echaba de menos cuando vivía en Nueva York.
Los vínculos van y vienen. Unos duran para siempre y otros, un poco menos. Lejos de la urbe, quizás es más fácil lo primero, porque el ritmo de vida es más liviano, el tiempo se cuenta de otra manera y la gente, en números absolutos, es la que es, así que tampoco puedes ir jugando con fuego para acabar quedándote solo en la vida por incomparecencia de alternativas. En la ciudad, la gesta es, primero, generar el vínculo mismo y luego, mantenerlo frente a la hostilidad de unos horarios laborales imposibles y la extensa oferta social que presentan las calles y te nublan la vista. Quien mucho abarca, poco aprieta.
“Seguro que hay amigas de andar en Sant Martí o en el Carmel. Depende del barrio”, me consuela mi compañera Rebeca Carranco cuando le cuento lo que estoy perpetrando aquí. Sabe de lo que habla: sin pretenderlo, medio vecindario ya conoce a su hija recién nacida y a ella la saludan por la calle como una más.
Cada barrio es un mundo, sí. O un pueblo, incluso. Y seguramente, eso influye. Y el carácter de cada uno, también. Y el sentido de pertenencia a un lugar.
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