Reparar, un buen oficio
Este año ha entrado en vigor la directiva europea que intenta reforzar el derecho a la reparación, con mejoras claras pero todavía mucho desamparo
Si se estropea el microondas o la impresora doméstica, apenas nadie llama al técnico para su reparación. Sale más a cuenta comprar una máquina nueva, aunque tengas una leve sensación de despilfarro y de alimentar el basurero mundial (50 millones de toneladas de desechos electrónicos al año, según Global E-Waste). Este año ha entrado en vigor la directiva europea que intenta reforzar el derecho a la reparación. Ha aumentado la garantía a tres años y obliga al fabricante, por ejemplo, a almacenar recambios durante 10 años. Una mejora clara, pero únicamente aplicable a los productos comprados a partir del 1 de enero de 2022. Todavía hay mucho desamparo.
Con los teléfonos móviles, hay tiendas pequeñas y grandes empresas que se dedican a su arreglo. Phone Service Center es una multinacional francesa, con 300 tiendas, propias o franquiciadas, en distintos países europeos. En España, a donde llegaron en 2015, realizan unas 750.000 reparaciones al año. Me lo explica Eric Acevedo, gerente de uno de estos centros en Barcelona. Antes de entrar en esta empresa, abrió una tienda en Barcelona, Mixmóvil, que sigue en manos de su familia. Tiene 33 años y una pasión, casi redentora, por la cultura del arreglo. Muchos de los clientes son mayores de 45 años. “La sociedad actual obliga a los ciudadanos a usar las nuevas tecnologías para leer la carta de un restaurante, abrir la puerta del hotel… Sin el móvil, y sus aplicaciones, hay un porcentaje de vida que no se puede vivir”. Acevedo está convencido de que existe la obsolescencia prematura. “Si quieres disfrutar de determinadas aplicaciones no puedes hacerlo con un móvil anticuado”.
Según la European Environmental Bureau, la vida media de un teléfono móvil es de tres años cuando debería ser, como mínimo, de 25 para respetar el medio ambiente. Hay muchas maneras de alargar su vida. Traspasar los archivos audiovisuales al ordenador para no saturar la memoria; no llenarlo de aplicaciones muy exigentes con el aparato o emplear un protector para las caídas.
Hay clientes que acuden con averías que son simples bloqueos que se deshacen en segundos con una combinación de teclas. ¿Somos los clientes culpables de esta ignorancia? “En absoluto. La tecnología avanza muy rápidamente y los aparatos ya no llevan manuales. Hay tutoriales en internet, pero usan un lenguaje esotérico. Hay que poderlo explicar con palabras normales”. Por eso, Acevedo cree vital enseñar, de manera comprensible, los usos básicos e incluso algo de configuración para tener un trato menos acomplejado con la máquina. En particular quienes no somos nativos digitales. Y termina: “La reparación tiene como objetivo alargar la vida útil del aparato y ser más amigables con el medio ambiente”.
En este orbe de la cultura del arreglo frente a la del desecho hay otro planeta cada vez más poblado de pequeños talleres, el de la reparación o reforma de vestidos, trajes, etc. Fabiola Ruiz, Faby, tiene uno en la confluencia de las calles Provença y Calàbria desde el 2012. Venía trabajando en cadenas de tiendas de arreglos desde que llegó de Colombia en 2001 y, tan pronto le fue posible, se independizó. Habla con alma perfeccionista del oficio de coser. Y encuentra a faltar que no se enseñe a manejar una máquina industrial. “Las academias enseñan diseño, patronaje, tomar medidas, confección, pero no se sabe manejar bien la máquina industrial para menesteres como coser cremalleras, hacer un bolsillo o arreglar un abrigo. Eso no lo puede hacer la máquina doméstica”. Más de una vez le ha dado vueltas a promover una escuela de esta artesanía.
Por su tienda pasa todo tipo de clientela. Desde la joven que pide un zurcido a una blusa low cost –”eso también se arregla y poner un botó cuesta de uno a dos euros”- a quien necesita maniobras de mayor envergadura como modernizar el vestido de novia de la madre para un segundo uso. “Me he encontrado con clientas que han venido con el vestido de novia recién comprado en una boutique para que se lo ajustara porque el precio que le cobraban en la tienda les parecía desorbitado”. También se acercan muchas personas mayores que, habiendo sabido coser, tienen dificultades con la vista o las manos.
Antes, saber coser era un atributo de la ama de casa, entraba en el currículo forzoso de las chicas casaderas. Ahora, se ha abandonado esta falsa obligación que tampoco parecen querer compartir las parejas. “Se ha perdido coser en casa porque tienes la sensación de que todo te viene ya hecho, siempre hay alguien que lo fabrica”. Hubo un tiempo en que ser costurera era un oficio menor y el sastre remendón arrastraba un adjetivo, como poco, despectivo. Hoy es un trabajo que vuelve a valorarse. “No todos, pero sí es cierto que hay clientes que te lo agradecen”. Eso la llena de satisfacción. También están los encargos tristes. Como el del viudo que lleva las sábanas para adaptarlas a una cama más pequeña.
Si tuviera que hacer una estadística de los encargos, Faby diría que un 60% son arreglos inevitables (reparaciones, remiendos…) y un 40% se hacen para seguir la moda, por coquetería. “Se nota mucho la moda. Si vienen las faldas cortas… se cortan un montón de faldas. También a las personas mayores les gusta estar al día. Quieren, y me parece muy bien, que sus vestidos luzcan”. Y luego están las peticiones menos frecuentes. Desde cojines de embarcación a convertir un abrigo de visón –”que ahora no se lleva”- en bolsos. Faby, en su taller, está dedicada, con pasión y alegría, al remiendo de rotos y descosidos y a devolver a la vida, y a la moda, todo tipo de vestimenta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.