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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Razones, opiniones y credos

Tres cuartas partes de los votantes republicanos sigue creyendo que Joe Biden es un usurpador. Y se otorgan la razón porque se consideran la auténtica opinión pública. Ellos se lo guisan, ellos se lo comen

Donald Trump en un mitin en Ohio, en enero de 2020.
Donald Trump en un mitin en Ohio, en enero de 2020.Jacquelyn Martin (AP Photo)
Josep Cuní

Probablemente constituimos la primera generación desinformada por exceso. A diferencia de nuestros abuelos, por ejemplo, que lo eran por defecto, nos resulta imposible poder asimilar todo lo que nos llega aun sin buscarlo. Así, de recibir las noticias a través de los periódicos al día siguiente de los hechos, o puede que incluso más tarde, como sucedía en España hasta mediados del siglo pasado, hemos saltado a poder saber con detalle cualquier cosa de lo que acontece en el mismo momento que sucede en cualquier parte del mundo. Tanto es así que incluso nos llegan impactos emocionales que nada tienen que ver con la actualidad pero que nos condicionan. Ni siquiera con la información porque son opiniones, percepciones, rumores, exhibiciones o desvaríos de aquellos con quienes compartimos chats, seguimos en las redes o nos buscan para intentar seducirnos e influir en nuestra posición sobre aspectos que se presumen polémicos.

El caso relevante más reciente es el que tiene al ministro Alberto Garzón en el punto de mira por sus declaraciones sobre las granjas intensivas de ganado y la calidad de su carne. Es paradigmático porque las críticas llegaron una semana después de la publicación de la entrevista en The Guardian. Por tanto, de inmediatez, nada. Y este dato pone de relieve también la influencia del gran ciclo festivo en el periodismo profesional, que parecía estar digiriendo los turrones hasta que el sector aludido lanzó su réplica, a partir de una también interesada traducción y adaptación de lo expuesto. Y se armó el Belén. De poco le sirve ahora al titular de Consumo matizar, porque la riña divide al mismo Gobierno y el debate se ha escapado de cualquier mano que intentara controlarlo. O quizás tampoco, si tenemos en cuenta que siempre hay alguien que se beneficia del lodazal ajeno.

“Cuando cambian los hechos, yo cambio de opinión. ¿Usted no?”, preguntaba Keynes, con gran lógica

La mirada política sobre este hecho, como sobre cualquier otro, tampoco es neutra. Nunca lo fue ni por razones ideológicas ni por intereses electorales. Pero desde hace tiempo hay que añadir el deseo de controlar y conducir con mayor precisión a la llamada opinión pública para hacerle entender que poco tiene que ver con la publicada a través de los medios de comunicación convencionales, tradicionales, históricos o añejos. Porque todo parece anticuado ante las nuevas tendencias que se arrogan la categoría de no necesitar el periodismo para construir sus referentes, asumirlos y defenderlos más como acto de fe inalterable que como posición susceptible de ser cambiada según el desarrollo de los acontecimientos. La frase de Keynes, tan repetida últimamente a modo de justificación por falta de coherencia, es ya un eslogan que tiene en una gran personalidad de la historia la gran coartada pero también la gran lógica: “Cuando cambian los hechos, yo cambio de opinión. ¿Usted no?”.

Ese trabajo para que los concienciados no desfallezcan y los dudosos superen el trance y vuelvan a formar parte del club de los elegidos es hoy la principal fuente de ocupación de un sector que hacía tiempo que daba muestras de saturación en el mercado laboral. Hacerlo en el entorno de una fuerza política, una empresa sin escrúpulos o un colectivo con intereses y medios para defenderlos poco importa. Lo que vale es el fin que justificará todos los medios. De ahí la estigmatización de la equidistancia, la neutralidad o el agnosticismo. Se quieren adictos. No comprometerse con la verdad propia, que es la auténtica, significa convertirse en hereje de cualquiera de las excesivas religiones que nos acechan porque se confunde la opinión de la mayoría con esa verdad. Y no es cierto.

No comprometerse con la verdad propia, que es la auténtica, significa convertirse en hereje
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El día que el candidato a las primarias republicanas Donald Trump constató que sus mítines eran seguidos en directo por cinco millones de norteamericanos a través de su cuenta de Facebook Live concluyó que ya no necesitaba de los medios convencionales para que sus ideas llegaran a sus potenciales votantes. Y empezó a atacarles sin contemplaciones. Primero a quienes matizaban sus palabras, desmentían sus datos e interpelaban sus irresponsabilidades. Después al resto. Pero el daño ya estaba hecho porque la contrarréplica era que formaban parte del mundo que era necesario cambiar, de las dinámicas que habían arruinado al país, de los intereses que seguían beneficiando a los que siempre los tuvieron creados. De aquellos polvos, los lodos actuales: casi las tres cuartas partes de los votantes republicanos sigue creyendo que les robaron la presidencia y que Joe Biden es un usurpador. Y todos ellos se otorgan la razón porque todos ellos se consideran la auténtica opinión pública. La que para constituirse no necesita de mediadores ni de mensajeros. Ellos se lo guisan, ellos se lo comen. Viven en sus burbujas y aborrecen a los de las otras pompas de razón. Ellos son la verdad y la vida. Y de ellos será el reino del error. Pero las consecuencias las pagaremos todos.

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