Y el Camp Nou fue por fin Basilea
El estadio del Barcelona se ha convertido últimamente en un templo de militancia culé como respuesta a la crisis
Al barcelonismo todavía le queda el Camp Nou como símbolo de grandeza después del empequeñecimiento del equipo, de la ruina del club y también de la deslumbrante reaparición de Ansu Fati. La magnitud y la vejez del estadio ayudan a comprender el tamaño de la decadencia del Barça y a constatar igualmente la facilidad de los aficionados irreductibles para recuperar la ilusión con los jóvenes de La Masia. El factor campo juega por fin un papel decisivo para los azulgrana porque nunca se había visto una cancha tan vacía —o medio llena— y al tiempo tan militante con el Barcelona.
El estadio expresa la grandilocuente virtualidad azulgrana después de ser borrado por el proyecto Foster y el Espai Barça. El equipo de mantenimiento no para de dar vueltas por la grada porque las grietas amenazan la seguridad de los asistentes desde que los cimientos empezaron a ceder por las emociones vividas con Kubala, Cruyff, Maradona, Ronaldinho y Messi. Alcanzaría con un estornudo para que temblara el Camp Nou. El escenario invitaba a la deserción por la covid-19 y la salida de Messi cuando ha comparecido la hinchada incondicional para sostener al campo y al Barça.
Al estadio no acude un tercio de los abonados (26.238 sobre 83.500 solicitaron una moratoria para esta temporada), también se han alejado los turistas que hacían cola para idolatrar a Messi y en cada partido sobran entradas aun cuando el aforo fue limitado al 40% por el Procicat: se llegó a reducir a 39.741 sobre 99.741. Ante la Real se contaron 20.384 espectadores; contra el Getafe, 26.543; frente al Granada, 27.097; y con el Levante, 35.334, cuatro mil menos que la noche del Bayern (39.737). Menos de los habituales y, sin embargo, más entregados que nunca a la causa culé y a Ansu.
El Camp Nou fomenta hoy el activismo barcelonista después de ser conocido como el estadio del suspense, célebre por un silencio muchas veces sepulcral, más expectante que participativo, sobre todo en las jornadas de LaLiga. A la gent blaugrana le ha unido más históricamente la animadversión al Madrid, la inquina a los arbitrajes sospechosos y la pitada a la Champions desde la sanción de les estelades en Berlín-2015 que la fe en su equipo a no ser que se tratara de remontar una ronda en que estaba en juego el honor de la institución y el sentido de pertenencia al Barcelona.
Pep Guardiola está convencido de que “lo único que intimida al contrario y también lo único que anima a la gente es el juego”, como si los dos equipos partieran en las mismas condiciones cuando se enfrentan en el Camp Nou. Un argumento que explica el porqué de su obsesión por un fútbol armonioso y bello, exquisito en los detalles, tan seductor para la afición como para la crítica, capaz de conquistar incluso a los que reniegan del juego y su carácter tribal, manifiesto en estadios que tienen poco que ver con el del Barça.
Tampoco Javier Saviola reparaba en el campo cuando formaba con el Barça. Acostumbrado a las barras bravas argentinas, el exdelantero azulgrana explicaba que el momento más emotivo de los partidos del Camp Nou se daba “cuando sonaba el himno del Barça”. El ambiente del estadio ni siquiera condicionaba a reputados defensas como el madridista Sergio Ramos. Al central le impresionaba salir a la cancha, mirar hacia arriba y ver aquel estadio que “no se acababa nunca”, tan grande, tan lleno, tan luminoso, diferente del Bernabéu.
La carga emotiva no necesariamente ha caído sobre los contrarios, sino que a veces se ha centrado en los propios jugadores del Barça. Alguno, como André Gomes, nunca superó una contrariedad tan sorprendente, devorado por su hinchada, mientras que también los hubo que respondieron a la rechifla con un corte de mangas, ninguno tan visible como la del exquisito Martí Filosia. Aunque el abucheo es selectivo, el siseo y los chasquidos han sido permanentes y los pitos dependen del momento: se reprende si acaso a jugadores que negocian su sueldo como Sergi Roberto.
A los veteranos se les marca, exige o rechaza porque están muy vistos, habituales protagonistas últimamente de derrotas sangrantes, y a los jóvenes se les aclama porque expresan la posibilidad de futuras victorias, son creíbles y de fiar para una afición engañada y cansada de estar recluida en casa por la pandemia, dispuesta a jugarse la salud por el Barça. Los incondicionales han generado un ambiente positivista y combaten tanto la nostalgia que desde hace tiempo ni se recuerda a Messi en el minuto 10. El número 10 es de Ansu Fati.
También han disminuido las pancartas, todavía no se ha reagrupado la grada de animación, no son días propicios tampoco para los mercaderes de entradas ni para los socios familiarizados con el seient lliure desde 2003. El sonido ya no se asocia solo al silencio, se ha soportado mejor la contrariedad, menguó la sensibilidad y del escepticismo se ha pasado a la devoción por jóvenes como Gavi, Nico o por supuesto Ansu Fati. “La gente está enchufadísima, contenta, superfeliz”, confesó Piqué a Ibai Llanos.
Algunos expertos como el escritor y periodista Xavi Bosch, un culé que ausculta y diagnostica en cada partido al barcelonismo, sostiene que no se habían visto tantas ganas de aplaudir en los 64 años del Camp Nou. No es un detalle cualquiera si se tienen en cuenta tesis como la del madridista Javier Marías. El Barça, en tanto que club artístico y frágil, “ha poseído (…) históricamente, la percepción de la derrota, de su amenaza, de su comprensión”, explica en su libro Salvajes y Sentimentales. Los barcelonistas más fieles se han quedado solos y se notan más en el Camp Nou.
Al espectador consumista le interesan más los estadios modernos y confortables o aquellos en que juegan futbolistas como Messi o Cristiano. Ningún torneo tiene el gancho popular de la Premier. Un campo de fútbol sigue siendo, en cualquier caso, una catedral, como dijo Vázquez Montalbán, o un escenario sagrado, el calificativo que le dedicó Umberto Eco.
El Camp Nou es hoy un estadio de culto al Barça y a la luz cegadora de Ansu como refugio para combatir el distanciamiento entre Koeman y Laporta. A la hinchada presencial no le ha condicionado siquiera el entorno, sino que se impuso la energía llegada de la Masia. No se sabe qué pasará a partir del día 17 cuando se abran las puertas y se supone podrán entrar más espectadores contra el Valencia. Hasta entonces, sin embargo, y a diferencia del siempre rendido Palau, el estadio ha estado por una vez tan entregado en plena crisis que recordé aquel artículo de Enric González, inspirador de esta crónica, que decía: “si el Camp Nou sonara siempre como sonó Basilea-1979 sería el mejor estadio del mundo”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.