Arte en la basura
Si un museo barcelonés o una fundación dedicada a las artes plásticas quieren quedarse con la discreta vaca de Roy Lichtenstein, que encontré entre dos contenedores, se la haré llegar, restaurada ella y encantado yo
Había salido a correr, temprano, como cada mañana, y allí estaba, tirado entre dos contenedores de basura, con otros desechos, el marco sucio, el vidrio roto, el papel también, aunque solo un poco, y firmado porque sin firmar estas cosas valen mucho menos. Era el primer grabado de un tríptico logrado de 1982, Cow Going Abstract, de Roy Lichtenstein (1923-1997), un pintor judío neoyorquino, culto, educado, rico, trabajador, creativo e irónico.
¿Qué ocurre en Barcelona, que las cadenas de la cultura se pueden romper cada dos generaciones, algunos hijos y nietos ya no aprecian el arte que compraron sus padres y abuelos y lo tiran a la basura? En el panel completo, de tres piezas, Lichtenstein reprodujo una pintura suya de años antes que había realizado, en homenaje a Picasso, sobre una secuencia de imágenes taurinas: la primera imagen es figurativa, una vaca paciendo, de perfil, pero, en las dos siguientes, avanza hacia la abstracción geométrica. Entre los contenedores solo estaba la primera, pero destacaba inconfundible.
Salí a correr y allí estaba, tirado, con otros desechos, el primer grabado de un tríptico Cow Going Abstract
El cruce entre el pop art y el minimalismo hacía furor hace medio siglo —bueno, más en Nueva York que en Barcelona, pero ya había llegado hasta aquí—. Años después, la ciudad atrajo al mismo Lichtenstein para instalar una obra suya, esculpida por Diego Delgado, en el Paseo de Colón, cerca de Correos: La Cabeza de Barcelona o La Cara de Barcelona, de 15 metros de altura por 6 de ancho, uno de los heraldos más vistos de una ciudad que desarrolló un proyecto cultural hoy preterido por cosmopolita y desarraigado. Uno no se imagina en la Barcelona de hoy en día a una autoridad que asuma el coste de encargar obra de esa dimensión a un hombre blanco y americano, por más que sea judío. Una mujer, quizás: Tracey Emin, londinense, de 58 años, afamada por sus camas deshechas, lo haría bien. Sería un paso más, desde el arte en la basura a la basura como arte. Francisco de Pájaro, quien pinta en la basura, transfigura contenedores. CaixaForum organizó una exposición la primavera pasada sobre el pop y el arte gráfico en Estados Unidos. Estuvo bien, pero no acertó a llegar a los dueños del grabado que acabó en la basura. Habrá que insistir.
Cierto, del tríptico de Lichtenstein se pueden comprar posters por poco dinero, pero un ejemplar firmado vale un poco más. Además, si usted encuentra un papel sucio o una silla rota en un contenedor, manifiesta e indudablemente abandonados por su propietario, los puede coger y se los puede quedar: adquiere, dice el art. 542-20 del Codi Civil de Catalunya, su propiedad por ocupación. Cartoneros los hay en muchas ciudades, también en esta.
Ramón Córdoba, enmarcador y gran profesional del arte de esta ciudad en el último medio siglo, me comentaba esa misma mañana de septiembre, cuando le llevé el papel para restaurarlo, con marco y todo, que estas cosas ocurren y que la historia del arte está llena de reencuentros con obras olvidadas en un desván o arrojadas como basura a la calle por quienes no acertaron a estimarlas. Ya, pero es una lástima, pues no se trata de que las generaciones venideras aprecien obras que nadie valoró en el momento de su creación, sino de que no olviden aquellas que sus abuelos mimaron. En materia de arte y cultura, hablen más con sus abuelos que con los políticos. Y, sobre todo, huyan de las modas: buen conocedor en arte es quien jamás confunde moda con estilo.
Se trata de que las generaciones venideras no olviden las obras que sus abuelos mimaron
La relación entre la basura y el arte es siempre tremenda: cuando murió Vincent van Gogh, en 1890, su madre tiró muchos cuadros a la basura, nunca sabremos cómo eran (¿O sí? No desesperen). Hay que ir con cuidado, pues, en alguna ocasión la obra puede haber sido robada, como ocurrió en el caso de una pintura del muralista mejicano Rufino Tamayo (Tres personajes) que estuvo robada y desaparecida veinte años.
¿Y ahora qué? Creo modestamente que toca cerrar el círculo: si un museo barcelonés o una fundación dedicada a las artes plásticas quieren quedarse con la discreta vaca de Roy Lichtenstein, se la haré llegar, restaurada ella y encantado yo. No pido que la expongan, ni siquiera que cuenten su peripecia. Para nada. Basta con que conste una y otra vez la historia infinita de los artistas y de sus obras tratados como desechos por una sociedad que no acaba de estar a la altura del arte de anteayer, del de hoy, del de mañana. Lichtenstein estaría de acuerdo.
Pablo Salvador Coderch es Catedrático emérito de derecho civil Universitat Pompeu Fabra
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