El pintor que aspiraba a crear un solo cuadro
El museo Maricel de Sitges dedica una exposición al perfeccionista Miquel Villà, autor de una obra matérica donde usa de forma muy personal el color
Los pintores que caen en el olvido tras fallecer, pese a las críticas positivas de sus coetáneos y las numerosas exposiciones que realizaron en vida, son muchos. Uno de ellos de Miquel Villà i Bassols (Barcelona, 1901 – el Masnou, 1988), considerado uno de los mejores y más personales pintores catalanes del siglo XX, que pese a ser recibido con alabanzas tras su primera exposición individual en 1927 y haber vendido muchas de sus obras, hoy solo está presente en la exposición permanente de tres museos catalanes: el de Montserrat, el Deu de El Vendrell y el Maricel de Sitges.
El Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) cuenta en sus fondos con tres de sus obras, entre ellas la impresionante El Establo, una pintura matérica realizada en 1936 en la que se ve a un hombre ordeñando una enorme vaca en un establo. Pero ninguna expuesta. Menos mal que la obra de este pintor de lenguaje original ha gozado siempre de un gran reconocimiento de los coleccionistas que han adquirido atesorado sus pinturas desde hace años. Una cincuentena de ellas, también la enorme obra del MNAC, pueden verse en la exposición Miquel Villà. La pintura sin azar, que le dedica el museo Maricel de Sitges, hasta el 26 de septiembre, con la intención de recuperar para el gran público su personal obra y su interesante vida.
La culpa de la poca popularidad de Villà, la tiene, quizá, el propio pintor, según explica uno de los comisarios de la muestra, junto con Susanna Portell; el conservador del museo de Sitges, Ignasi Domènech: “Pasó mucho tiempo fuera de Barcelona, la capital del pequeño mundo artístico catalán, pasando largas estancias en los años veinte en diferentes países de Sudamérica, sobre todo Colombia, donde su padre dirigía una sucursal de vinos; luego París y Ámsterdam, pero también en Eivissa, la Pobla de Segur o Altea”. Pero también “su carácter discreto y poco amigo de la autopromoción que lo alejaba de las reuniones de artistas”, prosigue Domènech. Lo explicó el mismo, años después: “De todos los pintores que éramos allí, quizá los únicos que pintaban realmente éramos Josep Togores y yo; los otros se pasaban el día en el café, ocupados en encontrar los dineros para seguir haciendo lo mismo”.
Aunque, como explica el comisario, era amigo de artistas como Marcel Duchamp, con quien jugaba al ajedrez y del galerista Dalmau, tan pendiente de la modernidad, que le organizó su primera exposición en 1927. Al visitante de la muestra lo recibe un retrato que le hizo su amiga Olga Sacharoff en 1951 en la que se le muestra con su inseparable pipa, como en la mayoría de las fotografías y autorretratos que se pueden ver en la exposición.
Y es que Villà dedicaba la mayor parte del tiempo a lo que más le gusta: pintar, pero de una manera que nunca se daba por satisfecho y que le hacía volver una y otra vez a sus obras para dar nuevos retoques. “Muchas de mis telas tienen cien o doscientas sesiones”. Y por lo tanto no dejaba nada al azar, como resalta el subtítulo de la muestra. Y solo firmaba sus obras, -en el dorso de la tela, que acompañaba de la fecha y el lugar donde se había realizado, con la intención de “no manchar” la pintura-, cuando las vendía, porque siempre consideraba que estaban por acabar. “No he tenido nunca tiempo suficiente para pintar. Incluso ahora que pinto todo el día”, le dijo a Gabriel Ferrater en una conversación que quedó escrita en Sobre pintura. De hecho, remarca Domènech, el pintor explicaba que le hubiera gustado pintar un solo cuadro en toda su vida.
Al final, por suerte no fue así y en el catálogo editado para la exposición hay reunidos un centenar. Casi lo consigue con Paisaje de la Sabana, un enorme óleo que está en Sitges que comenzó en 1917 y terminó en 1986 (dos años antes de morir), después de casi siete décadas pintando una y otra vez. Es una de las cuatro obras procedentes de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza que han viajado a esta villa para la exposición.
También volvía a los mismos temas pasados los años. Como en sus dos obras llamadas igual: La cocina, la primera pintada alrededor de 1939 y la segunda entre 1949 y 1965 en la que se ve la misma estancia, redecorada un poco y las mismas mujeres, que han cambiado los roles con el paso de los años. Verlas las dos juntas en Sitges es impresionante.
Y es que las obras de Villà acaparan la atención por su contundencia con los colores vibrantes y vivos, perfectamente estructurados dentro del espacio y, sobre todo, con la materia que incluso dan volumen a las obras. “Cuando la pintura no se había secado ponía el cuadro en el suelo y hacía que la tierra y la paja se incorporaran a la tela”, señala Domènech, delante de las patas de las vacas que pintó en El establo, de algunos de sus paisajes con pinos de El Masnou y de los caminos de la Pobla de Segur, algunas de las localidades que están omnipresentes en sus obras, donde buscó pasar su naturaleza esencial a la tela. “Siempre pienso en la naturaleza, no en mi cuadro. A veces, me entusiasma tanto un motivo que estoy pintando, que me levanto por las noches para pasear por allí y tocar los árboles”. Unas pinturas que, por otra parte, recuerdan, por su contundencia a muchas de Antoni Tàpies. “Sentía mucho respecto por él”, apunta el experto.
La exposición termina con uno de sus últimos cuadros, Mur groc, donde se condensa la forma de crear de Villà: una especie de incendio cromático, con una materia plana, quizá el proyecto de ese cuadro único que siempre quiso crear a lo largo de su vida. Es de la iglesia de El Masnou, que aparece desdibujada como una enorme mancha de color amarilla. En agosto de 1988 le confesó a su médico y amigo Jordi Mitjà: “Sin abandonar la pintura realista, desearía lograr que un solo color lo fuera todo; que los ojos se llenaran de un solo color y que esto fuera suficiente… Ahora estoy intentando pintar la iglesia sin que haga falta entrar en detalles. Busco que el ojo se llene de amarillo y que este amarillo sea suficiente. Esta es mi nueva idea… ¿Tendré tiempo para desarrollarla?”. A los pocos días, sin terminarlo, falleció. No lo pudo firmar, como había hecho con todos los que había pintado hasta ese momento, cuando se desprendía de ellos.
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