Un cambio climático
Hay dos épocas propicias para llenarnos de buenas intenciones y de reflexionar sobre nosotros: la primera es fin de año y la segunda es más imprevisible porque depende de factores meteorológicos
Hay dos épocas propicias para llenarnos de buenas intenciones y reflexionar sobre la capacidad que tenemos de convertirnos en personas sensatas y honestas y de una extrema responsabilidad individual. Son como dos hitos purificadores, a pesar de que alguien pueda sospechar que el segundo es un intento de rectificación del siempre seguro fiasco del primero. Uno es estrictamente cronológico y coincide con los días enmascarados de finales de año. Ingenuos, creíamos que un cambio de calendario podría concedernos una visión inédita de la vida o una suerte más generosa, pero los primeros días del año recién estrenado en seguida se encargan de avisar del error que nos ha proporcionado la satisfacción de imaginarnos fuertes y voluntariosos.
El otro momento es más imprevisible, porque depende de factores meteorológicos. Suele aparecer cuando la pesadilla del mes de agosto es sólo un terco recuerdo y el azul indolente del cielo ningún parecido tiene con el puñetazo canicular. Atrás habrá quedado ya el infortunio de añorar la vida fácil y tranquila del invierno —el tiempo moral más cruel sucede al inicio de los veranos, no en abril, porque mezcla recuerdo y presente—, y atrás habrá quedado, también, el catálogo infinito de calores diferentes, la luz resplendente del azul del cielo radiante, la ridiculez de llevar bermudas, la incomodidad de la cerveza caliente que algunos hosteleros sirven con desfachatez a precio de oro para resarcirse de la debacle económica de la pandemia, las barbacoas y los incendios, o las comidas frías, los rebaños de turistas haciendo cola en los lugares más insospechados —y los adictos al turismo rural que no aceptan el canto de los gallos y el batir de las campanas—, los rostros medievales de los talibanes en las pantallas de los televisores, las lágrimas de cocodrilo de Ada Colau al ser abucheada en el barrio de Gràcia —no se obsesionen con la imagen, por favor—, la unánime opinión de que se debe ir a la playa y devorar sardinas en los chiringuitos, la imitación provinciana de los edenes que ilustran las revistas del corazón, el estrés veraniego, la sensación de que nos han hecho de lado para que los días pasen de largo.
Despreciaremos la pereza y nos prometeremos hacer todo lo que no hemos hecho hasta ahoraDespreciaremos la pereza y nos prometeremos hacer todo lo que no hemos hecho hasta ahora
Atrás habrán quedado —presta poner aquí: asimismo—, los cambios en el organismo de cada cual y la constatación, otra vez, de que la vida utópica en una burbuja de aire acondicionado no es suficiente para conseguir que los días no sean inhóspitos y vengativos: hemos vencido otro verano, sí, pero no se nota que la victoria nos haya proporcionado ninguna mejoría y nos comportemos de manera desenvuelta, con alguna pizca inesperada de alegría.
Es entonces, en tránsito hacia la benignidad del otoño —es lo más corriente y al mismo tiempo lo más increíble—, defenestrada la incuria estival, y abrumados aun por una fatiga difícil de olvidar: el sensualismo de la vida desordenada cansa, cuando nos ilusiona imaginar que somos capaces de plantearnos un cambio de hábitos radical.
Los nuevos proyectos son infinitos y abarcan cualquier campo, cualquier disciplina. Puestos a considerar cómo actuaremos y cómo seremos a partir de la fecha escogida para el cambio de piel y la reforma moral deseada, somos insaciables. Decimos que fumaremos menos porque de vez en cuando unos repentinos pinchazos aparecen hacia el lado izquierdo del pecho y nos angustian demasiado; decidimos que no seguiremos más los pasos de unos amigos en exceso sedientos; concluimos que quizás será mejor levantarse temprano que acostarse cuando empieza a madrugar. Absolutamente convencidos, nos prometemos que sabremos resistir las tentaciones desequilibrantes, que no seremos injustos, que mediremos el alcance de los sarcasmos y los adjetivos descalificativos.
El espejismo desaparece al constatar que, en el fondo, somos incapaces de protagonizar una vida retiradaEl espejismo desaparece al constatar que, en el fondo, somos incapaces de protagonizar una vida retirada
También despreciaremos la pereza y nos prometeremos hacer todo lo que no hemos hecho hasta ahora. Nos repetimos que no seremos débiles y no nos enfadaremos por asuntos baladís, vigilando cualquier impulso que pueda alterar nuestros planes de tranquilidad, y nos fortalecemos al vernos ya llenos de calma, con una irritante (para los demás) sangre fría, con un alegre desdén hacia las adversidades. Pero es inevitable. El espejismo desaparece cuando llega el día de la verdad y constatamos que, en el fondo, somos incapaces de protagonizar una vida retirada, y que no tenemos la altura de miras necesaria para vivir únicamente para nosotros mismos, solos y sin testigos, libres de amores y odios, sin envidias ni rencores, lejos de las esperanzas, lejos de los recelos. El único consuelo, entonces, es volver a la poesía de Fray Luis de León y de Francisco de Aldana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.