Besugos sin diálogo
Aunque sean dudosos los resultados, la mesa significa el reconocimiento de la naturaleza política del contencioso, del método para resolverlo y de los interlocutores
La santa trinidad conservadora no está por el diálogo, como tampoco estaba por los indultos. No sabemos si tiene alguna idea precisa sobre lo que conviene. Quizás sea el cumplimiento completo de las penas y luego, si se diera el caso, la desobediencia de las recomendaciones que emanen de los tribunales europeos. No debiera extrañar a nadie: el Bréxit, al igual que los supremos jueces polacos, también perseguía la plena independencia de los tribunales británicos de forma que dejaran de obedecer tanto a la corte de derechos humanos del Consejo de Europa, con sede en Estrasburgo, como al tribunal europeo de Luxemburgo, la corte de derechos humanos de la Unión Europea.
Para los tres partidos distintos que rinden culto a la única idea de España verdadera, los indultos y el diálogo sirven precisamente para dar la razón a los rebeldes independentistas ante las pérfidas instancias internacionales. Su propaganda sobre el conflicto catalán es simétrica a la que ofrecen los independentistas: Pedro Sánchez ha dado los indultos y está dispuesto al diálogo porque no tiene más remedio, sabiendo el palo que puede caer sobre los tribunales españoles cuando resuelvan los recursos de los condenados en el Supremo. Esta pinza es la última derivada de la sinergia entre nacionalismos que alimenta electoralmente a los extremos y ha permitido que el independentismo alcanzara el punto delirante al que llegó en 2017. Expresa la voluntad de mantener abierto el negocio mancomunado que da votos al independentismo en Cataluña y al PP en España y refuerza la imagen autoritaria del régimen constitucional, tan denunciado por unos como reivindicado por los otros como si fuera plenamente soberano e independiente de las instancias europeas.
Algo más halagüeño es el cuadro que ofrece la santa trinidad independentista, otros tres partidos distintos y también una única idea de Cataluña verdadera, gracias a la lenta pero inexorable evolución de Esquerra Republicana hacia el territorio de la descongestión nacionalista. No se sale fácilmente de un marco ideológico tan rígido como el que se ha construido en torno a la quimera independentista. Cada nuevo movimiento exige una exhibición dogmática de los más rocosos principios, en este caso la amnistía y el referéndum de autodeterminación, que es como proponerse ganar el partido sin bajar del autobús o conseguir la victoria antes de empezar la negociación.
Los indultos resultan de una lógica aplastante: difícil hacer un solo paso para salir de una situación de tanta tensión con la entera cúpula de la clase política independentista en la cárcel. La mesa de diálogo, en cambio, se desprende de la necesaria resolución del conflicto a través de la negociación y el pacto. Lo tienen claro quienes creen a uno y otro lado que nada hay a negociar y mucho menos a pactar, porque cualquier cosa que se haga en este sentido será una traición.
La mesa significa reconocimiento. De la naturaleza política del contencioso, del método para resolverlo y de los interlocutores que van a sentarse. Es dudoso que vaya a arrojar resultados. Hay muchos mecanismos e instituciones que podrían ser útiles para avanzar en el diálogo y luego en la negociación y el pacto: por ejemplo, la comisión bilateral Estado-Generalitat, o los parlamentos respectivos, el español y el catalán. Pero de lo que se trata es de que cada parte reconozca a la otra como interlocutor, precisamente porque no todos lo hacen, sobre todo los enemigos del diálogo de ambos bordos. De ahí la necesidad de una mesa, aunque luego el diálogo sea de momento para besugos.
La mesa es el mensaje, pero el diálogo no necesita una mesa, como tampoco necesita mediadores o relatores. El diálogo es una cultura, situada en las antípodas de la polarización y de la división, que son las que han regido y siguen rigiendo la vida política. Tiene toda la razón Salvador Illa cuando pide una mesa de diálogo para Cataluña, pero no porque deba organizarse en paralelo otra negociación catalana como la que abrirá la mesa de diálogo entre los dos gobiernos, sino porque hay una mitad de Cataluña que se ha visto excluida y perjudicada por el proceso independentista y merece su reconocimiento explícito como interlocutora por los representantes de la otra mitad.
No será un referéndum de autodeterminación que solo un 23 por ciento de los catalanes consideran imprescindible lo que servirá de instrumento para que estos catalanes ahora marginados se sientan incluidos, como pretende demagógicamente Pere Aragonès. En el caso improbable de que fuera aceptable la propuesta de dicho referéndum, el comportamiento de la mayoría parlamentaria independentista durante los últimos diez años, especialmente con su uso y abuso de las instituciones y medios de comunicación, aconsejarían desechar cualquier idea de un referéndum organizado por fuerzas y dirigentes tan escasamente fiables.
No es por tanto imprescindible una mesa catalana, pero sí lo es la recuperación de la cultura del diálogo, sea a través del parlamento o sea de algún otro mecanismo creado exprofeso. Cuanto más rápidamente se recupere la cultura del diálogo en Cataluña más fácilmente funcionará el otro diálogo político entre los dos gobiernos, el de Aragonès y el de Sánchez. La mayoría parlamentaria independentista tiene un instrumento en su mano para avanzar, sin necesidad de recurrir a la dichosa mesa. Basta con que empiece a desbloquear de buena fe las 23 instituciones de la Generalitat, desde el caducado Síndic de Greuges hasta la ocupada Corporació Catalana de Medios Audiovisuales, que se mantienen sin renovar por el empeño de seguir controlándolas por parte de los independentistas, en un mimetismo inquietante de idéntico comportamiento del PP en gran número de instituciones del Estado. Como la mesa, también la renovación institucional es el mensaje. No tiene sentido propugnar el diálogo, especialmente hacia afuera, y seguir de cara adentro, en casa, en el silencio de los besugos.
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