Rock y alegría para la última noche del Cruïlla
León Benavente se llevaron la palma rockera de un festival marcado por los test de antígenos
Volvió el final de un festival que la pandemia arrebató la temporada pasada. Cuerpos cansados, caras alegres, últimas bromas, postrer trago, vaso al suelo y enfilar la salida para que el personal del festival, ellos sí cara sólo de extenuación, hiciese la última lectura al chip de la pulsera. Esa pulsera era, a partir de ese momento, objeto para ser guardado y con él recordar que perteneció al Cruïlla 2021, el de los test. DJ Amable ponía la banda sonora a la despedida en una noche donde el rock fue el dominador, con unos León Benavente espléndidos peleando con Dorian por dejar los mejores recuerdos de la jornada. El Cruïlla de los antígenos ha puesto su pica en Flandes.
A partir de ahora, compás de espera para comprobar si todo el trabajo hecho no es barrido por un brote de importancia resultado de un uso de mascarilla que no fue tan intensivo como la mirada comprensiva de la organización quiso ver. La insistencia en todos los ámbitos sobre la importancia de su uso protege a ésta de acusaciones de inacción, pero deja esa grieta en un muro preventivo que tuvo que soportar los embates de los hábitos propios de un festival. “Estoy al aire libre, no hay nadie cerca, estoy bebiendo esta cerveza y he pagado para que me digan que soy negativo, ¿para qué me voy a poner la mascarilla ahora?”, respondía un espectador, bañado en la convicción de que el recinto estaba vallado al virus, o que si no lo estaba aceptaba el riesgo. Mucho ruido informativo en la sociedad, poca concreción y claridad. No lo decían, pero se notaba en los organizadores del festival un cierto hastío, eran objeto de lupa cuando más allá de sus límites cada cual hace de su capa un sayo.
En el apartado musical, la lección más importante es que el festival puede apañarse sin artistas internacionales. Apañarse, no más. Los necesita, obviamente, pero su ausencia no ha sido letal, todo y que tampoco se alcanzaron las 25.000 personas diarias previstas. Las cancelaciones por contagio fueron numerosísimas, adujo la dirección, aunque quizás sus expectativas eran demasiado ambiciosas. La presencia de Izal, con una gran multitud disfrutando de unas canciones que parecen compuestas con la intención de no ser populares, o de Leiva, quien seguro que de mayor quiere tocar con los Stones, fueron los momentos álgidos de rock de la noche, con permiso de un Coque Malla que actuó ante un público notablemente más joven que el que hace pocos meses le siguió en el Liceo. Aún con todo, conocían Adiós papá.
Pero el rock que tenía más intención de la noche fue el de León Benavente (el nombre proviene de un tramo de carretera castellana), un proyecto de músicos que tocan en otras formaciones y que cuando se juntan suenan a maquinaria pesada. Rock musculoso y pétreo, con ribetes industriales y perfiles de electrónica ejemplarmente ejecutado, con letras también intencionadas y una pose en el escenario de banda que no ofrece cuartel. Músculo con cabeza, no sólo con testosterona y sudor. Abraham Boba cantaba y en ocasiones sólo decía, mientras impulsando su voz la banda pespunteaba los límites de la canción, cosiéndola con hilo de acero. Tras un paseo por su repertorio cerraron con Ser brigada para rubricar un concierto tan sólido como su sonido.
Cuerpos sin control
Más tarde, Dorian, con su pop electrónico, se encargaron de cerrar una jornada en la que Morcheeba pusieron la nota anglosajona. Ya solo se trataba de enfilar la salida esquivando lo más peligroso de los festivales, los cuerpos en trayectoria errática con los que un encontronazo puede tener efectos devastadores. Y a esas horas hay unos cuantos cuerpos sin control. Una yincana para concluir un festival, el festival que ha apostado abiertamente por convivir con la covid combatiéndolo a base de cribados, el festival que ha emocionado a sus artistas al reencontrarse con su audiencia. ¿Un milagrito episódico? Esperemos que no. Todos necesitamos creerlo.
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