Lo que cuesta hacer virar un transatlántico
Tras el fracaso del choque de trenes, tanto el Gobierno español como el independentismo saben que el método es el diálogo, pero ambos tienen grandes dificultades para fijar los nuevos objetivos
Durante los años acelerados del proceso soberanista hemos recurrido con frecuencia a una metáfora que resumía bien la situación de aquel peligroso momento: la del choque de trenes. Dos convoyes avanzaban a toda velocidad en direcciones opuestas por la misma vía. Y para definir lo que ocurría dentro del bloque independentista, se recurría a otra, la del juego de la gallina, que ilustraba sobre la pugna que mantenían los dos enloquecidos maquinistas del tren catalán: los dos veían que se iban a estrellar, pero ninguno se atrevía a tirar de la palanca del freno de emergencia por miedo a ser tachado de cobarde y traidor. Toda la ignominia caería sobre el primero que intentara saltar del tren. Cuando Carles Puigdemont quiso convocar elecciones para evitar el choque, los de ERC le lanzaron al diputado Rufián con su tuit sobre las 155 monedas de plata y el presidente se arrugó. Los trenes chocaron y se acabó la metáfora. Unos a la cárcel, otros a Waterloo.
Ahora estamos en un nuevo escenario y necesitamos nuevas metáforas para describir el paisaje después de la batalla. Los dos contendientes son esta vez como dos grandes transatlánticos a los que la tormenta ha dejado a la deriva y tratan de maniobrar sin éxito, atrapados en su propia impotencia. Ambos saben que no tienen opción a una victoria total sobre el otro. El soberanismo no ha podido imponer su vía unilateral pese a lograr en el otoño de 2017 la mayor movilización de las últimas décadas en Europa. Pero el Gobierno español tampoco ha podido doblegar la posición electoral de los irreductibles independentistas pese a suspender el autogobierno y hacer caer sobre sus líderes todo el peso del Código Penal y del Tribunal de Cuentas. Tras el fracaso del choque de trenes, tanto el Gobierno español como el independentismo saben que el método es el diálogo, pero ambos tienen grandes dificultades para fijar los nuevos objetivos.
De lo que se trata ahora no es de frenar, sino de virar. De encontrar un nuevo rumbo. Pero hacer girar un transatlántico no es ni fácil ni rápido. Pedro Sánchez está maniobrando con notable valentía y una pericia que ha sorprendido a propios y extraños. Ha demostrado un pragmatismo que, por necesario, ha pasado por encima de sus evidentes contradicciones. Ha demostrado una determinación que ha desarmado a sus compañeros de viaje. Conceder los indultos era una operación de alto riesgo, pero el balance es altamente positivo. Ha encontrado el momento adecuado para que no tenga coste electoral inmediato y ha logrado dos objetivos políticos de gran calado: cohesionar internamente al PSOE y arrinconar al PP, enfrentándole a sectores que hasta ahora eran considerados sus aliados naturales. Las reacciones a los indultos han demostrado que había muchas ganas dejar atrás la década del enfrentamiento que lastra la política y la economía del país.
Una de las condiciones del éxito era no conceder los indultos de forma vergonzante, como se había especulado, sino de frente y sin miedo. Hacerlo así le ha permitido tomar la iniciativa y poner contra las cuerdas al PP, condenado a la pura reacción. El premio ha sido un nivel de aceptación a los indultos mayor del que podía esperar: un cambio de percepción a nivel internacional, con la adhesión editorial de medios tan influyentes como el Financial Times, y el apoyo explícito de sectores clave como el empresariado o la Conferencia Episcopal.
En el PP, en cambio, las cosas no van bien. Pablo Casado tratar de reaccionar, pero apenas logra mover a su partido y no precisamente en la buena dirección. Se ha instalado en un nivel de exageración e hipérbole tan acusado que ya le cuesta encontrar adjetivos hirientes en el diccionario. La suya es una oposición errática y estridente, con una teatralidad más ruidosa que efectiva. Ha querido repetir la jugada de 2006 con la recogida de firmas contra el Estatut y no le ha salido bien. Y la concentración de las tres derechas en Colón fue, en este caso sí, vergonzante, y un pálido reflejo de la anterior. Para colmo, ha de soportar al antiguo gran capitán, que de tanto en tanto sale a regañarle y ahora también a amenazar. ¿Cuándo se ha visto que la derecha española ose amenazar a la patronal y a la Iglesia?
Al transatlántico catalán también le cuesta maniobrar. Pere Aragonès, el nuevo y joven capitán, ha tomado el timón con determinación, pero apenas ha logrado moverlo unos metros, y todavía no está claro el rumbo. No lo tiene fácil: entre los segundos de a bordo hay más divergencias que ayudas a la navegación y las discrepancias afectan a cuestiones tan sustanciales como la ruta a tomar y el puerto de destino. Hay una tripulación partida en dos mitades y ambas aspiran a controlar la carta de navegación. ERC quiere sacar al barco de la zona de peligro y avanzar hacia aguas más plácidas que le permitan asentar su hegemonía como partido de gobierno. Pero eso es precisamente lo que Junts per Catalunya quiere evitar, aunque sea a costa de continuar en aguas procelosas.
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