Urgencias catalanas
La prisa ahora es tener un gobierno que gobierne, que haga política y no se entretenga enredando con nuevos relatos y con la fantasía de unos inútiles inventos institucionales.
Cataluña ha caído desde hace una década en manos de una clase dirigente bien particular. Después de unos años apresurados, en los que había que poner fechas y límites, porque no se podía esperar ni un minuto más para resolver el desafío al que nos había sometido la historia, ahora nos vemos instalados en un perpetuo aplazamiento, un tiempo suspendido, sin prisas, sin gobierno, tal vez incluso con repetición electoral, a la espera ya sea de un ensanchamiento de la base, ya sea de la oportunidad de un nuevo e improbable embate contra el Estado, la expresión de moda.
Palabras vacías, sin relación con las auténticas urgencias visibles para cualquier ciudadano que no sea ciego. Justo cuando tenemos prisa de verdad: detener la pandemia ante todo, la reconstrucción económica y sobre todo la recuperación del prestigio de Cataluña y del funcionamiento de sus instituciones de autogobierno, maltratadas por los mismos que habían sido encargados de dirigirlas, desatendiendo sus responsabilidades con el fin de procurar por las demandas sectarias y partidistas y los caprichos de sus utopías ideológicas.
Hay que evitar las trampas al solitario, que es la especialidad de los dirigentes independentistas, con Quim Torra al frente: la amnistía y la autodeterminación no son objetivos que se puedan obtener, ni siquiera son auténticas urgencias, sino las dos últimas y más perversas mentiras que coronan el inmenso castillo de mentiras levantado pacientemente durante diez años. Sirven para desviar la atención respecto al desinterés y la ineptitud para gobernar de la entera cúpula independentista. Pretenden, aunque no lo consiguen, mantener vivo lo que ya está muerto, el proceso y sus variados y difuntas hojas de rutas y falsas instituciones, incluido el vacío e inútil legado del 1 de octubre, el cartón-piedra del Consejo por la República y la fantasmal casa de Waterloo.
La amnistía y la autodeterminación son los dos brazos de una ruptura que no se producirá, meros eufemismos para señalar la victoria soñada sobre el Estado constitucional español. Como si fuera posible culminar el proceso y no se hubieran producido los actos unilaterales de 2017, por lo tanto con la autorización implícita de una repetición, por parte de la Generalitat o de cualquier otro gobierno o entidad, y a la celebración adicional de un auténtico referéndum de autodeterminación vinculante y autorizado por las Cortes españolas, como en los casos de las independencias consecuencia de la descolonización.
Que muchos ciudadanos de buena fe comulguen con las ruedas de molino de dos mentiras no las convierte en verdaderos. No lo serían aunque fueran mayoría. De todos modos, las mentiras no se formulan en el vacío, los motivos siguen ahí. Pasar página del Gran Disparate, también penalmente, es imprescindible para acometer las urgencias: la pandemia, la recuperación económica y la revitalización de las instituciones. También será necesario, aunque no ahora, que la ciudadanía catalana exprese sobre un nuevo consenso político e institucional respecto a su autogobierno: el desastre del Estatuto de 2006 y de la sentencia del Constitucional obligan a llevar a las urnas una fórmula que cure y cierre las heridas entonces abiertas. Se entiende por tanto la facilidad para las dos mentiras: la amnistía y la autodeterminación son las propuestas radicales y quiméricas que expresan dos necesidades insoslayables, sabiendo que no hay posibilidad de obtenerlas, y por tanto, con la seguridad de que el negocio y la fiesta del proceso seguirá en beneficio de quienes viven y se aprovechan de ello.
La prisa ahora es tener un gobierno que gobierne, que haga política y no se entretenga enredando con nuevos relatos y con la fantasía de unos inútiles inventos institucionales. Sobre todo, que diga la verdad a los ciudadanos. El proceso ha terminado. No habrá amnistía, como máximo, indultos. No habrá autodeterminación, si acaso una mesa de negociación y unas reformas estatutarias y quizás constitucionales que deberán acabar pasando por las urnas. Hay que vacunar rápidamente y con eficacia. Hay que invertir muy bien para recuperar el papel de Cataluña como motor económico español. Es necesario que los ciudadanos vuelvan a confiar en las instituciones: en el Parlamento, en el Gobierno, su policía, sus medios de comunicación...
Ningún programa tendría más apoyo ahora mismo en el Parlamento y entre la ciudadanía. Incluso dentro del independentismo. Es lo que Esquerra querría si osara, si no fuera un partido tan sumiso. Es lo que haría incluso el mundo postconvergente si las urnas no le hubieran quitado la progenitura independentista. Solo la CUP, con su teatral pureza revolucionaria, tiene todos los argumentos para oponerse, con la fuerza que le dan su hegemonía ideológica dentro del independentismo y una capacidad de dirección muy por encima de su peso electoral.
La CUP es la organización que más ha influido y menos ha pagado en represión sobre sus dirigentes, la que más rendimientos ha sacado de la operación independentista y la que parece más dispuesta a seguir sacando, a costa naturalmente de mantener el desgobierno en Cataluña y la inestabilidad en España, que es lo que le interesa. Lo que no es lógico es que el resto del independentismo, especialmente ERC, prefiera mantenerse sometida a la CUP a costa de la parálisis del país en lugar de sacar las conclusiones más prácticas y sensatas de los resultados electorales.
Los resultados de las urnas permiten al menos dos fórmulas de gobierno, las dos con Esquerra como fuerza central. Es ciertamente difícil esperar un poco de coraje cívico y de inteligencia política en quienes no han demostrado tener tales virtudes hasta ahora. Nada parece más normal que la larga cadena de irresponsabilidades y frivolidades de estos últimos diez años vuelva ahora a culminar con otra exhibición de frívola irresponsabilidad. Pero quizás esta vez los ciudadanos de Cataluña ya no lo perdonarán.
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