Lincoln, Prat de la Riba y el próximo Gobierno
Los comicios catalanes, que urgen, serán también una oportunidad. El próximo Ejecutivo debería atraer perfiles capacitados y comprometidos al margen de su ideario. Los hay
“Necesitamos a los hombres más fuertes del partido en el gabinete. Necesitábamos mantener unida a nuestra propia gente. Eché un vistazo al partido y concluí que estos eran los hombres más fuertes. No tenia pues derecho a privar al país de sus servicios”. Así de diáfano se expresó Abraham Lincoln, según la historiadora Doris Kearns Goodwin, para justificar la inclusión en su ejecutivo de algunas figuras republicanas que se le habían opuesto en 1860 en la carrera a la presidencia.
Lincoln convenció a William H. Seward para ejercer de secretario de Estado, a Edward Bates para el cargo de fiscal general y a Salmon P. Chase para el de secretario del Tesoro en su mandato 1861-1864, en el que se desencadenó la Guerra de Secesión. Goodwin narró de manera brillante la estrategia en Team of Rivals (Simon & Schuster, 2005). El presidente de los Estados Unidos se ganó el respeto del senador de Nueva York, Seward, a priori su principal contrincante. El antiguo gobernador de Ohio, Chase, en cambio, maquinó en su contra des del ejecutivo para relevarle en 1865 (no lo consiguió). Con todo, Lincoln le mantuvo por su habilidad para financiar la guerra. No fueron los únicos rivales que atrajo a su gabinete, pero sí los más significativos.
Barack Obama en 2009 justificó la elección de su rival de partido a la presidencia, Hillary Clinton, para el cargo de secretaria de Estado, con la enseñanza de Lincoln. Con conocimientos de la historia de Cataluña, también podría haber argumentado su gesto, tomando a la figura de Enric Prat de la Riba como ejemplo.
No sabemos cuan al corriente estaba el lligaire de la biografía de Lincoln. En todo caso, a partir de 1914 presidiendo la Mancomunitat de Cataluña fue más lejos que el yankee. Formó un equipo con un elenco de antagonistas para poner en marcha un amplio proyecto de modernización del país, en la medida en que las limitaciones presupuestarias y políticas de las diputaciones lo permitían.
El ingeniero socialista Rafael Campalans se encargó de los servicios públicos y ejerció de director de la Escuela del Trabajo. El líder de la Unió Federal Nacionalista Republicana, Pere Coromines, se incorporó a la Escuela de Altos Estudios Comerciales como catedrático. El catalanista republicano Antoni Rovira i Virgili formó parte del gabinete de prensa. Carles Pi i Sunyer, en los años treinta miembro de ERC, fue director de la Escuela Superior de Agricultura.
Estos y otros muchos perfiles ajenos a la Lliga Regionalista se comprometieron con la apuesta que suponía la Mancomunitat. No hace falta mitificar a Prat de la Riba —ni tampoco a Lincoln o a Obama—. Su partido no fue la minoría mayoritaria hasta el año de su muerte, en 1917, con que para gobernar tuvo que contar con elementos también de las demás minorías.
Prat no fue magnánimo desde una mayoría absoluta, como se suele creer, sino un político hábil capaz de dirigir el nuevo artilugio con una idea simple: el progreso de Cataluña. En esencia, y al margen de su ideario político, tratar que en general se viviera mejor, aspirando a la excelencia con una apuesta por lo posible y una mirada europea.
No es necesario recapitular la situación en la que, como toda la Unión, nos encontramos. De Bruselas, gracias al momentum casi Hamiltoniano, van a llegar fondos: una oportunidad. En Cataluña tenemos mucho que aprender y mejorar. La propaganda ya no puede ocultar que hace tiempo que no vamos tan (o nada) despegados del resto de territorios de España como solíamos, ni que tampoco somos tan motor de Europa como fuimos o creíamos ser. Con todo, en foros y en la prensa se plantean propuestas para un salto adelante.
Los comicios catalanes, que urgen, serán también una oportunidad. El próximo ejecutivo, del color que sea, debería prescindir de aquellos cuadros sin otro mérito que el de pertenecer o aplaudir a las formaciones gobernantes —el camino fácil— y atraer perfiles capacitados y comprometidos al margen de su ideario. Los hay. No es necesario congregarlos bajo etiquetas grandilocuentes (de concentración, de unidad o de los mejores), tampoco que los partidos dejen de promover sus ideales (para eso están). Tan siquiera hace falta seguir, aunque sea a ras de suelo, a Lincoln y a Prat de la Riba: fijar un objetivo factible y aunar el talento para hacerlo posible.
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