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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Estoicismo: un ejemplo

Pelai y Antoni eran médicos de la sanidad militar y muy jóvenes cuando estalló la Guerra Civil. Tuvieron que hacerse cargo de una sanidad de supervivencia concentracionaria con miles de presos

Pere Vilanova
Soldados republicanos cruzan el río en la Batalla del Ebro.
Soldados republicanos cruzan el río en la Batalla del Ebro.Universal History Archive/Universal Images Group via Getty Images

El primero se llamaba Pelai y era mayor; el segundo, Antoni y era capitán, ambos médicos de la sanidad militar, y eran muy jóvenes cuando en julio de 1936 estalló la Guerra Civil. El primero tenía 27 años, el segundo no había cumplido los 22. Sus destinos personales no se cruzan hasta la “retirada”, como se conoce la salida masiva de cerca de medio millón de personas por diversos punto de la frontera con Francia: La Jonquera, Portbou, Darnius, La Vajol, y hasta Molló. De hecho se conocen personalmente en los campos de concentración Saint-Cyprien y Agde, sobre todo en este último, donde en condiciones hoy difíciles de entender tuvieron que hacerse cargo de una sanidad de supervivencia concentracionaria con entre 20.000 y 25.000 presos. Pelai decidió a los 80 años, exiliado en México, escribir sus memorias de guerra y exilio.

Asegurar los suministros era un problema monumental, sin antibióticos todavía, y una logística imposible

A nosotros, ahora, con la delicada situación de la sanidad pública y el coronavirus, la gestión de la pandemia nos parece muy complicada y lo es: UCIs saturadas, coordinación complicada, etc. Ahora imaginen, es el caso de Antoni, con 22 años recién cumplidos, que le nombran responsable del mayor hospital de guerra (republicano) en Alcañiz, donde confluyen gran parte de los heridos de todo el frente del Ebro, y más tarde, del Segre. Asegurar los suministros es un problema monumental, sin antibióticos todavía, y el traslado de heridos, una logística imposible. Bombardeos de artillería frecuentes y, cuando la balanza se inclina claramente hacia los franquistas, bombardeos aéreos en todo el frente. Cuando conseguen instalar puestos sanitarios avanzados, a algún general franquista le da por lanzar una ofensiva entre Zaragoza y Huesca, sin previo aviso, y nuestros médicos tienen que reorganizar sus precarias instalaciones desde, pongamos, Balaguer hasta Pons en cuestión de horas. Luego están los dilemas. Hay soldados desesperados que se autolesionan: tiro en un pie, tiro en una mano. Son heridas muy fácilmente identificables. El médico (militar) tiene que curar al herido, sí o sí. El comisario político o el oficial al mando espera y cuando el herido se tiene más o menos en pie, se le juzga, se le condena a muerte y se le fusila. El médico en campaña lleva esto muy mal.

Otro dilema, cuando hay que retirarse del frente a toda velocidad, la cadena de mando ordena destruir todo el material no transportable. Incluido el material médico (quirófano y similares). El médico sabe que esto está prohibido por las leyes de la guerra, ese material ha de poder ser usado por quien lo necesite, aunque sea del otro bando. Roces diarios y así, a trompicones, con cambios logísticos de todo tipo, sanitarios en particular, hacia la frontera con Francia.

El coronel francés ofrece un trato: por cada veinte ratas (muertas) da a los presos un paquete de tabaco

La segunda semana de febrero de 1939 Pelai i Antoni cruzan por separado la frontera, por Molló y otro punto cercano, y empieza el periplo concentracionario, con un breve tránsito por el campo de Staint-Cyprien para recalar en el de Agde. Allí se conocen y, junto a un estudiante de medicina de apellido Soler, que recalará en México tiempo después, “se organizan”. El coronel francés al mando de ese campo entiende muy bien que tiene en sus manos un ejército disciplinado, con oficiales competentes al mando, y primero separa a los comisarios políticos, a los que odia por rojos y ateos, y luego dice a los oficiales españoles que la organización interna del campo queda en sus manos, sin más ingerencias de las necesarias y, por favor, sin intentos de fuga. Pelai, como comandante, es el jefe de Antoni, de Soler y de algún otro enfermero que llega más tarde. Imponen una serie de medidas, como lavarse cada día cara y manos, lavarse cada uno su ropa interior “al menos una vez a la semana” y gestionar epidemias de tifus, tuberculosis, “fiebre de las trincheras” (identificada así en la I Guerra Mundial) y evacuar a los muertos. A Antoni, justamente, Pelai le encarga organizar el barracón de los “infecciosos graves”, con lo puesto. Anécdotas, las que quieran. Hay tantas ratas que el coronel francés les ofrece un trato: por cada 20 ratas (muertas) da a los presos un paquete de tabaco. La cacería es tan productiva que el mando francés, ante la acumulación de ratas muertas, dice que bastará con que traigan las colas, las ratas irían a parar a una fosa común fuera del campo. Y así Antoni pasa un año y medio en Agde y Pelai, dos. Hoy solo queda una pequeña estela. Estoicos ante una vorágine que les pasó por encima.

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