La historia y los adivinos
Es necesario estar atentos para que los diagnósticos apresurados no conviertan la filosofía en un manual de autoayuda
“China venderá su estado de vigilancia autocrática como modelo de éxito contra la epidemia. Exhibirá por todo el mundo aún con más orgullo la superioridad de su sistema. La covid-19 hará que el poder mundial se desplace un poco más hacia Asia”, declaraba el 12 de mayo a la agencia EFE Byung-Chul Han en la presentación de su nuevo ensayo La desaparición de los rituales.
El filósofo se mostraba tajante, pero es difícil estar de acuerdo con su tesis después de leer el reportaje de Macarena Vidal, “Regreso a Wuhan”, en El País Semanal o las primeras reseñas de Wuhan Diary. Dispatches from a Quarantined City (El diario de Wuhan. Despachos desde una ciudad en cuarentena) que se acaba de publicar a partir de los posts que la escritora china Fang Fang escribía en su confinamiento.
“La crisis del coronavirus ha acabado totalmente con los rituales. Ni siquiera está permitido darse la mano”, decía Han a César Rendueles el sábado en Babelia. No sabemos si de haber vivido en Ohio en 1920 y visto al candidato republicano y futuro inquilino de la Casa Blanca, Warren G. Harding, llevando a cabo su campaña presidencial —con el lema “regresar a la normalidad”— sin apenas moverse del jardín de su casa, el filósofo habría afirmado que las caravanas electorales tenían los días contados.
Andamos rodeados de tanta prisa que la prisa se nos ha metido dentro. Incluso aquellos que parten de un oficio sosegado y que con su pensamiento deben alumbrar lo que acontece se ven, quizás acuciados por necesidades editoriales, por los medios o por el propio ego (del que se sostiene que debemos huir), a arriesgar juicios, que pueden caer más cerca de la adivinación que de la reflexión.
Slavoj Zizek es el otro gran ejemplo de esta tendencia, más interesado en conducir a la sociedad en una dirección en lugar de diseccionarla, como muestra su ensayo de urgencia, Pandemia, con la propuesta de una reformulación moderna del comunismo. Los medios han convertido a ambos en los últimos meses en los Beatles y los Rolling del pensamiento, aunque sus planteamientos puedan entenderse como dos caras de la misma moneda: la constatación de lo mal que irá todo si las sociedades occidentales no le dan un vuelco al capitalismo.
Puesto que el grueso de estas sociedades ha vivido unos años con la falsa sensación de que el futuro era más o menos previsible, la repentina situación actual las lleva a buscar certezas por oscuras que estas sean. Aun tomando en consideración todas las interesantes aportaciones de ambos, y sin menospreciar ninguna, es necesario estar atentos para que los diagnósticos apresurados no conviertan la filosofía en un manual de autoayuda.
Para superar el miedo en que nos sume la incertidumbre, en vez de asirnos a predicciones, podemos echar la vista atrás. Como escribe la historiadora Margaret MacMillan este mes en un extenso artículo en la revista Prospect, “nunca es pronto en una crisis para buscar en el pasado lo que podemos estar haciendo bien o mal”. Ni somos los primeros en vivir algo similar, ni los cambios derivados del momento tienen por qué ser negativos.
Podemos ejemplificarlo con la educación, hoy una preocupación transversal. Los historiadores dedicados a su estudio Anne Marie Ryan y Charles Tocci explicaron el 26 de abril en The Washington Post cómo las crisis han cambiado la escuela pública americana en el siglo XX. Después de establecerse un sistema escolar integral no centrado únicamente en el desarrollo intelectual de los niños a comienzos de la centuria, la pandemia de gripe de 1918 llevó a la creación de escuelas al aire libre y a incrementar el número de personal médico en ellas. El currículo cambió y se dio más énfasis a la salud. Durante la Gran Depresión muchos maestros impartieron clase sin cobrar. Llegada la Segunda Guerra Mundial, debido al enrolamiento masculino, muchas mujeres pasaron a ejercer de maestras y se fomentó la etapa de asistencia preescolar.
Mirando atrás podemos entender que después del confinamiento no llegaremos a una “nueva normalidad” como algo estable porque la “normalidad” que vivíamos antes de confinarnos, y que hoy ya hemos idealizado, tampoco lo era. La historia no permite adivinar el futuro, pero leer el pasado abre perspectivas sobre el presente sin necesidad de tirar los dados. De ahí su importancia.
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