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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una crisis real

Ni las resonancias apocalípticas de la pandemia vírica han podido disimular la gravedad del terremoto que sacude a la familia de Felipe VI

Enric Company
Juan Carlos I con su hijo Felipe VI.
Juan Carlos I con su hijo Felipe VI.Paco Campos (EFE)

El azar ha querido que mi más reciente referencia literaria a una pandemia no sea la de Albert Camus o la de Thomas Mann sino de André Maurois, que en su Historia de Inglaterra incluye unas apocalípticas descripciones de la Peste Negra de 1347, “que mermó la población de aquel reino de cuatro millones a unos dos y medio”. Una mortalidad inmensa en toda Europa. Maurois se remite a los cronistas medievales que hablan de pueblos “en los que no quedaban suficientes vivos para enterrar a los muertos” y en los que “los moribundos cavaban sus propias fosas”. No estamos en esas, obviamente. Pero son acontecimientos presentes en el subconsciente de la humanidad. La peste, las guerras, las hambrunas, las grandes huidas masivas que provocan. No hay que remontarse a la Edad Media, ni al cólera del siglo XIX, ni a enormes desastres como las dos guerras mundiales del XX o la escapada de centenares de miles de republicanos españoles hacia Francia a través de los Pirineos en 1939. Los campos de concentración en que viven y mueren los millones de refugiados de Siria son de hoy. La última atroz guerra de los Balcanes es de ayer.

El letal coronavirus que nos afecta de lleno lo tapa todo desde hace varias semanas, pese a los denodados e inútiles esfuerzos del presidente Torra para convertirlo en un nuevo agravio contra el Gobierno de España. Es un inesperado reto que pone a prueba la competencia de todos los dirigentes políticos. Y a cada uno en su sitio. Quienes hace un mes sonreían bajo el bigote, sin apenas disimulo, cuando la epidemia obligó el 13 de febrero a suspender el Mobile World Congres en Barcelona, se resistieron semanas después a perderse las Fallas de Valencia, sostuvieron que nada podría parar Madrid y que ni Dios podría impedir la Semana Santa de Sevilla. Pero esa mezcla de frivolidad, chulería y mezquindad les ha durado un par de telediarios, hasta que las estadísticas de la expansión del virus se han disparado en flecha hacia arriba y el Gobierno de Pedro Sánchez ha decretado el estado de alarma.

Lo mismo ha sucedido con el debate de las medidas extraordinarias adoptadas el martes por el Gobierno. Aquí se ha definido nítidamente la línea de ataque que las derechas y sus potentes apoyos mediáticos habían esbozado en contra de la coalición de izquierdas. Se trata de reducirlo todo a que los ministros de Podemos discrepan de los del PSOE y los del PSOE de los de Podemos. O, según cómo, de que los radicales se oponen a las pretensiones de los moderados. O de que los moderados impiden que prosperen las descabelladas propuestas de los radicales. Ergo, el Gobierno está dividido y eso equivale a desgobierno, claro. En Cataluña esto es un déjà vu. Fue la línea de ataque contra la coalición de las izquierdas dirigida primero por Pasqual Maragall y luego por José Montilla en la Generalitat. Esa va a ser la canción del cuatrienio contra el bipartito de Sánchez-Iglesias. Bastó que el Consejo de Ministros en el que se iban a adoptar las medidas extraordinarias durara más de lo previsto para que todas las baterías empezaran a bombardear al unísono: ¡División, división!

El miedo al coronavirus global y el estruendo de la artillería local no han bastado, sin embargo, para ocultar la penúltima crisis de la familia real. Una crisis suficientemente grave como para que el Rey hijo se enfrente públicamente al Rey padre por una cuestión de moralidad y ejemplaridad públicas. La segunda del mismo carácter en pocos años, tras la condena de Iñaki Urdangarín. Lo que hace políticamente relevante esta nueva crisis es que daña gravemente la legitimidad de uso, el principal capital político de esta dinastía. En España no hay monárquicos, hay juancarlistas, se decía con acierto hace unos años. El papel desempeñado por Juan Carlos en la Transición y en la desactivación de la rebelión militar de 1981 le permitió ganarse el apoyo de los demócratas, del que carecía cuando accedió al trono en 1975. Pero esa no es una adhesión perpetua, ni incondicional. Cuando hace unos años las encuestas periódicas del CIS dejaron de medir la valoración ciudadana de la monarquía se reafirmó indirectamente la creciente sospecha de que se hallaba en declive. Después vino la crisis Urdangarín. Después, una abdicación y sucesión cocinada en secreto. Lo último era la pérdida del apoyo del nacionalismo catalán, uno de los bloques políticos firmantes del pacto constitucional, a causa de la intervención pública de Felipe VI en 2017 en apoyo del Gobierno del PP en la crisis constitucional abierta en 2010-2012. Pero ahora se le suma el Fiscal de Ginebra.

Es como si las resonancias apocalípticas de la pandemia hubieran alcanzado también a esa clave de bóveda que la monarquía es en el sistema constitucional español.

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