La muerte de un gourmet
La comida era excusa y protagonista de festines. Los afectos particulares, coincidencias y divergencias eran secundarias en la mesa ancha y larga de Miquel Capellà
El anfitrión que se fue sin remedio era un gran gourmet, sin club ni negocio, suscitaba confianza, manejaba fogones y era gourmand de exquisiteces. Armaba las citas a domicilio y sus menús eran un juego de ajedrez.
Abría una conversación coral con maniobras de tributo a los placeres concretos y afectos. La amistad la labraba en el diálogo lento, en el gesto de reconocer pareceres e intereses dispares.
En su mesa se razonaba sobre todo y nada, con mirada larga. Nunca se habló de fútbol o de negocios firmes. Aparecían aventuras razonables, episodios ejemplares y tipos poco edificantes.
El ex niño mallorquín humilde, de pueblo, que triunfó en Palma, ciudad exclusiva de señores y uniformes, conversaba a fondo de Mallorca, de Europa. Biografiaba sus platos y destapaba sin secretos. Tejía la costumbre antigua de las charlas.
El abogado Miquel Capellà, murió a los 74 años en su tierra, era el chef y director de sus encuentros sin rutina pero con ritual. La comida aparecía como excusa y protagonista de los festines. Los afectos particulares, las coincidencias y las divergencias eran secundarias en su mesa ancha y larga, de encina reluciente.
En un aniversario armó un gran evento privado y el cocinero que amparó, Andreu Genestra, plasmó un postre gigante que alcanzaba toda la mesa. Estampó en el mantel chocolates, helados, pastelillos, macarrones y balones del dulce rey.
A oscuras, con bengalas, la tabla con chocolates era la metáfora de los deseos y excesos. Los golosos y los discretos culminaron la apoteosis. Allí estaba Paco de Lucía, amigo y cliente del abogado. Otros vips compartieron otros menús: Michael Douglas —para quien Capellà creó un risotto de raors. El letrado fenecido fue amigo desde el pupitre del hijo de Camilo José Cela, Camilo, y le ganó el pleito de la herencia contra Marina Castaño, pero el final no fue feliz.
Pasqual Maragall hizo adeptos en la casa de Capellà para su fundación e ironizó sobre “aquella dolencia que no recuerdo qué nombre tiene”. Otro habitual fue Narcís Serra, con los embajadores isleños, algunos periodistas, galeristas, empresarios internacionales, hoteleros, zapateros, políticos socialistas. El anfitrión no rehuía otras voces de la derecha y de los regionalistas; fue cómplice del político del Pi Jaume Font y de su mecenas público, el potentado de Sa Pobla Guillem Caldés.
Kcho, el artista cubano, dibujó de memoria la silla del líder independentista Maceo que el general Weyler trajo como botín a Mallorca. Un cuadro de Kcho presidió la casa de Binissalem de Capellà, que gobernó la matriarca, su madre, Antonia, y después su mujer, Carmen, contrapeso del ego exigente del cocinero. Lena, su hija, abogada, es su réplica.
Convocaba cenas con trasunto de cinefórum, filme y menú adecuados al tema y escenas, con otros Miquel de la ex caja Sa Nostra, que presidió en la llegada del siglo XXI, en el borde del precipicio y la burbuja inmobiliaria. Miquel Capellà se echó a llorar ante las cámaras de IB3 al denunciar a los que habían hundido aquella caja.
El anfitrión brillaba con un pescado al horno a la siciliana cubierto de finas patatas cual escamas, preparaba arroces y guisos con un control absoluto de los detalles: balanza, cronómetro y temperatura. En su mesa larga, con gesto ceremonioso, hacía los platos. A veces se enfadaba y emitía un flash insolente si las cosas no salían correctamente. Entre caballos en can Llabata de Capdepera oficiaba el arroz de la matanza.
Personaje literario o de cine, restará en su gesto oficiando con las trufas blancas, con la mandolina rebanando pétalos sobre huevos fritos o en rissotos. ¡Perfume sublime! El ritual tenía el mismo toque de reparto generoso y trascendencia cuando rebanaba el pan que había amasado. Tuvo su aceite y su vino. Crió su pavo de Navidad y alcachofas italianas en Andraitx. Alcachofa al horno, a la romana, su debilidad.
Miquel Capellà de mirada alegre, cordial. Manejaba los silencios y los lápices para reflexionar y atender. A veces rompía la quietud con un quejío raro, uno de un hombre endurecido. La dolencia agujereaba su cuerpo, en años silla de ruedas. Su gran paisaje desde los manjares hasta la gran conversación coral quedó vacío.
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