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Una exposición en Vitoria para sacar del olvido a los deportados vascos de los campos nazis

La muestra, organizada por el Instituto de la Memoria del Gobierno vasco, relata la historia de los más de 250 vascos que acabaron en campos de concentración durante la II Guerra Mundial

Corría el año 1986 y Marcelino Bilbao estaba hojeando una revista que había comprado durante una de sus visitas a la familia que tenía en San Sebastián. Solía comprar alguna revista antes de regresar en tren a Francia, a su casa en Châtellerault, una pequeña ciudad francesa al lado de Poitiers, en la que vivía desde los tiempos del exilio. De repente, vio la foto de un rostro que permanecía imborrable en su memoria. “Yo a este tío lo conozco”, pensó. Leyó su nombre en el pie de foto, Aribert Heim, pero no acertó a saber quién era. Un puñado de palabras más en el texto terminaron de resolver el misterio. Ese “tío” era el médico nazi que experimentaba con los presos en el campo de Mauthausen durante la II Guerra Mundial y que, cuatro décadas antes, había inyectado a Marcelino una sustancia tóxica que casi lo mata. Marcelino sobrevivió de milagro, pero la mayoría de la treintena de presos a los que pinchó en aquella tanda fallecieron. Solo se salvaron siete. Aribert Heim, conocido como Doctor Muerte, aparecía citado en un reportaje –publicado por la revista Interviú en octubre de 1986– como uno de los prófugos nazis que presumiblemente se habían establecido en España. Casi 40 años después, el ejemplar de la revista que compró Marcelino y en el que reconoció a uno de los torturadores más atroces del régimen nazi está expuesto al público en la exposición Memoria de la Deportación: Testimonios vascos de los campos nazis, organizada por Gogora, el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos del Gobierno vasco, en la Sala Amárica de Vitoria.

“El último de los deportados vascos a los campos nazis en morir fue mi tío en 2014 y falleció olvidado”, recuerda Etxahun Galparsoro, historiador y sobrino nieto de Marcelino Bilbao. Los más de 250 deportados vascos –262, según el último recuento realizado por Galparsoro que en junio presentó una tesis doctoral que reúne dos décadas de investigación– “han sido los grandes olvidados de la memoria en Euskadi”, dice. En palabras de la propia exposición, “no tuvieron en vida el reconocimiento que merecían”. La muestra trata de corregir ese abandono, dentro de una serie de acciones impulsadas por el Gobierno vasco y asociaciones que trabajan en recuperar la memoria de los deportados.

La exposición recrea la historia de los deportados a través de sus testimonios. Describe, por ejemplo, lo ocurrido con el ‘convoy de los 927’, un tren de ganado repleto de familias de refugiados españoles que, en agosto de 1940, llegó a Mauthausen procedente de la ciudad francesa de Angulema, y que es considerado el primer convoy de civiles que salió de Francia con destino a un campo nazi. Los alemanes hicieron bajar a los hombres y mandaron de vuelta a mujeres y niños. Entre los que quedaron a merced de los nazis había 11 vascos. Uno de ellos era Antonino Odria. La exposición recoge el testimonio de su hija Lucía: “Al ver que llevaban a mi padre, empecé a chillar como una loca, me subí a las rejas del vagón, que es como un vagón en el que llevan a los animales, y por la ventanica empecé a gritar como una loca: ¡Papá, papá…! Y mi padre volvió un instante la mirada y ya no lo volví a ver”. Antonino fue asesinado en el castillo de Hartheim.

El destino de los vascos que terminaron en los campos nazis fue el mismo del resto de republicanos españoles. Perdida la guerra en España y huidos a Francia, fueron presionados para enrolarse en la defensa frente a Alemania y cayeron en manos de los nazis. Más adelante, a partir de 1942, serían deportados los resistentes que lucharon contra la ocupación alemana de Francia. Casi la mitad de los deportados vascos fueron enviados a Mauthausen, donde, bajo la estrategia de “agotamiento por el trabajo”, dos de cada tres de ellos murieron asesinados. Las mujeres eran trasladadas al campo de Ravensbrück y se ha podido identificar al menos a diez deportadas. La donostiarra Simona Lelouch, perteneciente a una familia judía, fue asesinada en Auschwitz. Aproximadamente, la mitad de todos los vascos deportados fallecieron en los campos nazis.

Uno de los supervivientes del subcampo de Gusen en Mauthausen, Juan Arregui Olano, relata en uno de los testimonios recopilados por la muestra: “En la cantera existía un deporte favorito entre los SS que consistía en hacer apuestas sobre quién tumbaba más presos en menos tiempo. Así, armados con el mango de un picachón, la emprendían a palos con cualquiera que no estuviese suficientemente alerta para evitarlos”. En 1944, llegó al campo una comisión de la Cruz Roja con unas tarjetas postales para que escribieran a casa, pero no se podía añadir nada, ni siquiera para pedir comida. “El euskera vino a resolverme tan trágico problema”, recordaba Arregui en una entrevista de 1978 que cita la exposición. En la tarjeta postal había un recuadro en el que tenían que poner su número y el nombre, pero los guardianes nazis nunca los llamaban por su nombre, sino por el número, así que Arregui escribió el número y cambió su segundo apellido: Juan Arregui Goizandia. “Mi madre, que era de Arratia, comprendió enseguida que tenía hambre y así recibí el primer paquete”. Con “Goizandia”, Arregi le estaba avisando, en euskera, a su madre de que pasaba “mucha hambre”.

Otro de los episodios que cuenta la exposición es la investigación con la que se localizaron en 2021 las cenizas de Anjel Lekuona, ametrallado en abril de 1945 en el campo de Hradischko, cerca de Praga. La Gestapo había dado órdenes de hacer desaparecer los restos de todos los cadáveres, pero Frantisek Suchý, el administrador del crematorio al que llegaban los muertos, guardó en urnas individuales y numeradas las cenizas de cerca de dos mil personas. El 7 de noviembre se estrena el documental Popel (Cenizas), de Oier Plaza, que relata esta historia.

La muestra recoge objetos de todo tipo, desde los más macabros, como un látigo con seis puntas de acero con el que se castigaba a los prisioneros, hasta artículos que recuerdan el paso de los deportados por los campos, como la pluma estilográfica de Víctor García-Serrano o el reloj de bolsillo de Pascual Ascasibar. “Son objetos muy sencillos, pero que adquieren otra dimensión cuando sabemos que son los únicos que conservamos de dos personas que murieron en los campos”, explica Luis Sala, comisario de la exposición. Hay fotografías de las víctimas. Y se pueden consultar cartas y manuscritos originales escritos, de su puño y letra, por supervivientes. Se muestran también dos uniformes rayados de presos franceses. Los que quedaban de prisioneros vascos desaparecieron entre mudanza y mudanza.

Domingo Aborruza Ibarguren, Mario Achalandabaso Arnáez, Hilario Agorria Urrutia, Francisco Aguilar Mendizabal… En una de las paredes de la exposición está escrita la lista de los nombres de los más de 250 deportados vascos cuyas historias fueron olvidadas durante demasiado tiempo. “Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder: eso es la esencia de lo que tenemos que decir”, dejó escrito Primo Levi, y se puede leer al final de la exposición de Vitoria.

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