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Merry, la nieta de Franco, cuando se abrió la tumba en la exhumación: “Aquí estoy otra vez, abuelo, con tus profanadores”.

Jesús Ruiz Mantilla describe en su última novela, ‘Franco y yo’, las tensiones vividas dentro de la basílica entre los representantes del Gobierno y la familia. Este es un adelanto del libro que sale a la venta el 9 de abril

Familiares de Francisco Franco portan el féretro con los restos mortales del dictador tras su exhumación en la basílica del Valle de Cuelgamuros (entonces Valle de los Caídos), en el año 2019.
Jesús Ruiz Mantilla

Eligió un traje pantalón azul marino oscuro que reforzó debajo con un cuerpo negro y un abrigo de paño del mismo color para afrontar el frío. Había meditado mucho acerca del vestuario. No podía presentarse de luto, ni cubrirse con nada que diera lugar a confusiones estériles, pero sí mostrar la sobriedad que la situación demandaba para imponer el respeto necesario. De lo que no le cupo duda fue de la elección de los zapatos: los más cómodos. También de que, durante aquella mañana, nadie pudiera decir que en su rostro atisbó ninguna sonrisa.

Salió de casa hacia las seis de la madrugada y no quiso hablar con nadie durante los cincuenta kilómetros del trayecto. Solo concentrarse en la trascendencia de lo que se disponía a certificar como notaria mayor del reino aquella mañana de 24 de octubre de 2019: exhumar el cadáver de Francisco Franco del Valle de los Caídos y comprobar que se inhumaba ese mismo día de nuevo en el cementerio de Mingorrubio.

Sabía que no sería bien recibida por los familiares. Se negaron a dirigirle la palabra, salvo en alguna ocasión. A ella. Concreta y expresamente, a ella. Así se lo habían especificado a las demás autoridades durante los meses previos a la operación.

El presidente del Gobierno había llegado al cargo con aquella idea radicalmente simbólica en la cabeza. Imponer una normalidad para la que no caben muchas dudas desde la perspectiva jurídica y moral en un Estado de derecho resultaba, sin embargo, en un país de artificiales sacralidades asumidas, todavía, cuarenta y cuatro años después del entierro, un riesgo.

Lo empezó a mover tras su nombramiento y pasó por el dictamen del Ejecutivo, la aprobación del Legislativo y el aval de los tribunales. Los tres poderes habían dado vía libre a un mandato que se iba a materializar aquel día de otoño soleado pero intensamente frío. Se había trazado un plan para que los imprevistos no afectaran el escenario previsto. Todo se había doblado, incluso triplicado, en caso de que algo fallara: desde los coches a los ataúdes o el personal y los utensilios necesarios. El trayecto del féretro entre la basílica y el helicóptero de la fuerza aérea adaptado por dentro para que entrara bien el ataúd se midió al milímetro. Se trataba de la nave que solían utilizar para desplazamientos el jefe del Estado o el presidente del Gobierno. La zona fue vigilada días antes para evitar cualquier boicot o altercado. Los monjes benedictinos levantaban suspicacias. El Vaticano había obligado al padre prior que no opusiera ninguna resistencia. La exhumación se realizaría con el peso de la ley, pero contra su voluntad.

La familia había salido de Madrid en sendos furgones de la policía. Los siete nietos con sus cónyuges y casi todos los bisnietos, acompañados del abogado Luis Felipe Utrera Molina. Al llegar al Valle se dirigieron a la cafetería del funicular, donde les esperaban los monjes para recibirles y pedirles perdón. No habían sido capaces de custodiar, tal como se les había encomendado, el cadáver del caudillo y aquel fracaso les dolía. El padre prior Santiago Cantera ofreció confesión y algunos la tomaron.

Francis, el nieto mayor, portaba la bandera que el día del entierro cubrió el féretro para volver a colocarla sobre el ataúd cuando salieran con la caja a hombros. No la sacó hasta después de la exhumación. Dentro de la basílica todo había sido dispuesto para el trabajo de los operarios. La tumba se había protegido con unas lonas y un andamio que permitieran las labores.

Tan solo unos pocos pudieron entrar a partir de las diez y media de la mañana. Depositaron los móviles en la puerta. Respetaron el deseo de intimidad de la familia para que nada se filmara. Francis, el nieto fue aquel día la cabeza visible y Utrera Molina, hijo de quien había sido ministro del régimen, ejerció de enlace y portavoz. Por parte del Gobierno, Félix Bolaños, entonces secretario general de Presidencia y Antonio Hidalgo, subsecretario, dependiente de la vicepresidenta primera del Gobierno. La más alta autoridad en la basílica, dentro y fuera, era ella, Dolores Delgado, ministra de Justicia.

Los familiares quedaron a la izquierda del altar mayor. Solo pudieron acceder dentro de la carpa dos de ellos: María del Mar, la conocida como Merry, Martínez Bordiú y su hermano José Cristóbal. Los únicos testigos, junto a las tres autoridades del Estado y Pedro Garrido, director general de Registros y Notariado, que redactó el acta, un médico forense y algunos agentes de la guardia civil. A todos los que accedieron ante la tumba les colocaron gafas y máscaras de metacrilato como medidas de seguridad ante los trabajos. Merry se sentó en el suelo para aligerar la espera hasta que le ofrecieron una silla, pero ella, Dolores, se mantuvo de pie y sin quitar ojo a cada detalle de la operación.

La familia Franco es recibida por el prior de la basílica del Valle de Cuelgamuros, Santiago Cantera, a su llegada al acto de exhumación de los restos del dictador, en octubre de 2019.

Comenzaron los trabajos con un ruido que retumbó en ecos de eternidades interrumpidas, como cuando se reta al universo y se conjuran en un jaleo de discusiones sin acuerdo posible las fuerzas del bien y del mal. Las radiales reverberaban de manera insoportable, como si emprendieran una pugna con el mismísimo Dios. La última palabra la pronunció la losa al ser retirada con un golpe seco que hizo saltar varias lágrimas y sollozos entre los familiares al otro lado de la carpa. Cuando de nuevo gobernó el silencio, Merry se dirigió al agujero: “Aquí estoy otra vez, abuelo, con tus profanadores”. Pocos aciertan a entender cómo pudo pronunciar palabra en mitad de aquella peste a formol que les empañaba las miradas y les producía mareos.

La familia no quiso sacar el cuerpo y meterlo en otro féretro, como hubiese sido deseo de los altos funcionarios. No les importaba correr el riesgo de que la madera no hubiera resistido el paso del tiempo y los huesos se desperdigaran por el mármol del templo. Merry llevaba un papel que había redactado Utrera Molina para impedirlo. Nada grave, apenas riesgos, según la familia, llevaban a la conclusión de que no resistiera. La tumba había sido recubierta con paredes de plomo dentro de una caja de zinc. Solo en el caso de que el ataúd anduviera seriamente deteriorado lo considerarían. La nieta exigió que constara en acta su intención. Pero el escrito resultaba, además, todo un alegato y Dolores se lo negó. Allí todo estaba ya resuelto. Solo cabía la ejecución del acto de exhumación en sí. Nada más. El féretro se encontraba, a juicio de la familia, razonablemente bien, salvo que había sido tomado por las telarañas. Los operarios lo reforzaron y se tapó con una lona marrón. Francis quiso adornarlo con la bandera del entierro y su aguilucho preconstitucional. No se lo permitieron. Utrera medió y hasta consintió en que fuera la vigente, incluso otra, sin ningún símbolo. Los Franco tuvieron que conformarse con su escudo de armas y la cruz laureada de san Fernando del abuelo. A ella añadieron una corona de laurel y cinco rosas que aportó el abogado. Merry dijo, sin más: “Espero que no olvidéis nunca la maldición que recae sobre los profanadores de tumbas”.

Antes de abrirse el portón, el padre Cantera rezó un responso. Se había vestido con la misma casulla que habían portado su antecesor en el sepelio. Antes de cargar a hombros el cadáver, José Cristóbal infló los ánimos de los portadores: “Salid con la cabeza bien alta. Recordad que tenéis el honor de llevar al mejor hombre que ha tenido España”.


Vista del helicóptero que traslada los restos de Francisco Franco tras su exhumación del Valle de Cuelgamuros camino del cementerio de El Pardo-Mingorrubio para su reinhumación, en octubre de 2019.

Cuando se abrieron los portalones de bronce, en la explanada, esperaba el coche fúnebre que debía trasladarlo al helicóptero. Bajaron las escaleras hacia el vehículo, enfundados en la coreografía de su luto mientras los tres representantes del Estado, con la ministra en medio, quedaron custodiando el cierre de la basílica. Así fue. Sin imprevistos desagradables, sin cabos sueltos. Aquel paso coral de una España dividida entre la familia y los representantes institucionales atravesó la salida y dentro se fundió el negro de la historia en un túnel opaco, sin tiempo, pero cargado de la materia que conduce la memoria presente. Era un negro rígido y locuaz, como las partículas del universo.

Atrás, ella, la más alta autoridad, custodiada por sus dos compañeros, seis manos entrelazadas, el gesto sobrio, la actitud de su simbología expuesta ante todos, el deber de las actas, cumplido. Nunca aquel lugar volvería a ser lo mismo: un pétreo mausoleo de exaltación a la infamia.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.
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