Cruzar medio mundo para perderlo todo
Migrantes establecidos en Paiporta, Alfafar, Benetúser y Algemesí reconstruyen la noche de la tragedia
Xu Xin recorre el esqueleto de lo que alguna vez fue el bazar más grande de Paiporta. Esta mujer de 60 años de origen chino lidera la limpieza de su comercio junto a Yoli y Valia, dos ciudadanas venezolanas que intentan rescatar el inventario que aún pueden venderse. “Llevamos 7 días así”, señala la hija de Xu Xin, quien agrega en un perfecto español que lo que no se ha llevado el agua, terminó saqueado en los días posteriores a la inundación. Xu Xin arribó hace 28 años a Paiporta junto a su esposo Zang Su. Como esta familia, cientos de migrantes que residen en las poblaciones afectadas por la dana trabajan para recuperar la normalidad tras la catástrofe. EL PAÍS ha hablado con algunos de ellos en Paiporta, Alfafar, Benetúser y Algemesí, donde la población migrante oscila entre un 5% y un 12%, según datos del Instituto Nacional de Estadística.
En Paiporta (26.500 vecinos), el municipio más afectado por la dana, la comunidad migrante se ha convertido en una parte visible del día a día de la localidad. Lo ejemplifica Adia Nomoko, una mujer maliense de 37 años quien, sorteando los charcos de lodo, regresa a su piso con una bolsa llena de productos de limpieza. Cuando el desbordamiento alcanzó Paiporta, Adia intentó conducir su auto hasta una zona alta, una apuesta que casi le cuesta la vida. La riada la alcanzó a su vehículo. Tuvo que aferrarse a los barrotes de un portal para no ser arrastrada por la corriente. “Hubo un momento en el que no me quedaban fuerzas y pensé: ‘que sea lo que Dios quiera”, relata. La mujer se salvó porque los vecinos lograron desatascar la puerta del edificio. Lo que más le preocupaba en todo momento era que sus dos hijos acudieran a su rescate y fueran arrastrados por la corriente. “Por suerte no habían salido de casa. Recordaron que les dije que pasara lo que pasara, no bajasen a la calle”, comenta aliviada.
Ahora en su calle se han levantado cientos de puestos de reparto de víveres y cientos de voluntarios aún desfilan intentando despejar los últimos lodazales. Esta es la nueva normalidad para Tatiana Padilla, quien llegó al municipio desde Ecuador hace seis años para estudiar un máster en la Universidad de Valencia. Hace menos de un mes celebró su boda en Paiporta porque le gusta mucho el pueblo. “Nos gustaba especialmente salir a caminar por el barranco, donde todo era normalmente verde y se podía ir con las mascotas”, comenta Padilla, quien ha salido a recoger alimentos para la comida del día.
No todos podrán cumplir el anhelo de quedarse. Es el caso de Valia Sicilia, cuya vivienda ha sido reportada como inhabitable tras sufrir importantes daños en la estructura. “Me da mucha pena dejar Paiporta, porque aquí hemos hecho muchos amigos”. Esta ciudadana venezolana de 39 años llegó hace cuatro años para vivir con su pareja en la localidad. “Estudiamos la ESO para adultos en este pueblo y decidimos quedarnos”.
El único trabajo que Valia ha tenido desde que llegó a España ha sido en el bazar de Xu Xin. La noche del desbordamiento ella se encontraba tras la máquina registradora. Cuando el agua empezó a inundarlo todo, subieron a un almacén situado en el segundo piso. Al día siguiente empezaron los saqueos. “La gente se llevaba mercancías frente a nosotras”, comenta la hija de Xu Xin. Mientras se toma un descanso, en el que abre una lata de garbanzos chinos, explica que las ayudas que despliega el Gobierno no serán suficientes para relanzar el negocio. “6.000 euros no son nada para un negocio que tiene toneladas de mercadería”, zanja.
“La gente ha tirado cientos de cosas que se podían reparar”
Carlos Melgar se considera un manitas. Este ciudadano hondureño de 41 años tiene experiencia en reparar autos, electrodomésticos y vehículos. Gracias a su habilidad ha podido conseguir un surtido de trabajos en España que le han ayudado a salir adelante en los 14 años que lleva en el país. Este sábado terminó de reparar la nevera que todos sus conocidos habían dado por perdida. “La gente ha tirado cientos de cosas que se podían reparar”, comparte con entusiasmo.
Carlos define su vida como una larga aventura. Su última parada ha sido en Alfafar (21.879 habitantes), pueblo al que llegó hace seis años atraído por el precio de las viviendas, inferior al de la ciudad de Valencia. Su hogar está a nivel del suelo, por eso donde antes había un salón y una pequeña cocina, ahora solo hay una gran estancia donde ya ha desaparecido gran parte del lodo. Este hombre parece ir un paso adelante con respecto al pueblo. Ya ha empezado a colocar una capa de brillante parqué. Sin embargo, psicológicamente dice que no se ha recuperado: “La gente me ve sonreír, pero yo, en cambio, no me siento con ganas de volver al trabajo mientras el pueblo sigua destrozado”.
A las labores de limpieza de la casa de Carlos Melgar ha llegado Daniel Zambrano, un ciudadano venezolano que la noche del desbordamiento del Poyo cruzó caminando la capital valenciana, unos siete kilómetros, para encontrar a su familia en Benetúser (15.879 habitantes). Este treintañero dejó Ecuador hace cuatro años ante la crisis de seguridad que asola al país latinoamericano y llego junto a su mujer e hijos a la localidad valenciana. La noche de la dana, Daniel pudo llegar únicamente hasta la estación de Xátiva. Desde ahí fue “trotando” hasta la zona afectada por el desbordamiento. “Cuando un policía se despistó, crucé por un paso peatonal y empecé a caminar con el agua hasta la cintura hasta poder llegar a mi casa”, resume mientras recorre el pueblo junto a sus dos hijos. El mañana es incierto para Daniel, que asegura que va a dejar su trabajo en Sagunto, situada a 42 kilómetros de Benetúser, porque no quiere tener que trasladarse todos los días una hora y media.
Olvidados en Algemesí
“Recibimos la alerta cuando el agua ya nos llegaba a las rodillas”, es la primera queja de Cecilia Arias, ecuatoriana de 58 años que reside en Algemesí (27.438 habitantes), una de las localidades que recibieron el primer golpe del desbordamiento. Su malestar reside precisamente en la falta de información que la población ha tenido antes y después de la riada.
“Nos hubiese gustado que alguien nos diga cómo proceder para poder hacer algo por los vecinos. Este municipio se caracteriza porque mucha gente mayor vive aquí”, expone Arias, que no puede evitar llorar con su relato. “Tuvimos que esperar casi siete días para que llegue la maquinaria pesada. Parece que hemos sido totalmente olvidados”, cuenta Arias.
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