Ruta nocturna en la zona cero de la dana: brigadas, bares improvisados y pastillas para dormir
Los únicos sonidos de la noche son algunos gritos lejanos, aplausos cada cierto tiempo a retenes de militares y las pisadas sobre el barro de cuatro personas contadas
Al caer la noche, una barrera de bruma y luces destelleantes de coches de policía en medio de la oscuridad genera una especie de telón de teatro a las afueras de Paiporta. Pasado ese límite, el escenario apocalíptico de la zona cero de la dana se multiplica por cuatro al ponerse el sol. Todavía este lunes había calles en el corazón de la localidad valenciana, de 27.000 habitantes, donde el lodo acumula medio metro y a duras penas se puede caminar con botas de agua. Por el día la imagen es asoladora, pero la noche da paso a una escenografía aún más distópica. En el crepúsculo, esas vías quedan desiertas, en silencio, sin farolas encendidas y lóbregas, salvando las luces de algunos domicilios y las linternas de quienes se aparecen súbitamente: algún voluntario perdido, miembros de brigadas vecinales o efectivos de las fuerzas de seguridad. En el interior de las casas aún habitadas quienes consiguen conciliar el sueño lo hacen a duerme vela. Algunos incluso con pastillas tras varias jornadas de angustia.
En esa zona, Mara Juan, de 50 años, vive en una de las casitas de dos plantas próximas al fatídico barranco del Poyo. Está aterrada y se asoma por los barrotes de la ventana del primer piso pasadas las 20.30. “Tenemos mucho miedo, ha habido muchos robos, te he abierto de milagro”, cuenta en el salón junto a su madre, durante la cena, compuesta por un bocadillo repartido por los voluntarios y una mandarina. En la planta de arriba, su marido trata de descansar unas horas mientras esta administrativa hace guardia para vigilar el inmueble. “Le dejo dormir un rato y luego me releva”, prosigue, visiblemente nerviosa, con pánico ante el pillaje y pavor a que una nueva riada la sorprenda durmiendo.
Los únicos sonidos de la noche son algunos gritos lejanos, aplausos cada cierto tiempo a retenes de militares y las pisadas sobre el barro de cuatro personas contadas. “¿Dónde van a estas horas?”. Karina Pedrosa, de 38 años, deja las katiuskas en el rellano y trata, “paranoica”, de no tocar ninguna superficie de su pequeño edificio con las manos. En el recibidor de su vivienda hay depositados unos guantes grandes, como de obra, y tiene todo impoluto tras recuperar el agua corriente. Dentro, pasadas las 22.00, Pedrosa intenta junto a su marido crear un ambiente apacible que evada a Bianca, su hija de 11 años, del horror que están viviendo. Lo intentan mediante el visionado de una película en Netflix. Al residir en la primera planta, sus electrodomésticos se salvaron. No así sus puestos de trabajo, ambos ubicados en el área más afectada por la gota fría, que ha dejado al menos 70 muertos en Paiporta.
A los tres miembros de esta familia la tromba de agua les pilló a cada uno en un lugar: a la pequeña en casa y a los padres trabajando en distintos puntos. Bianca se refugió con unas vecinas y el matrimonio permaneció en sus lugares de empleo hasta que se reencontraron por la mañana. “Desde ese día dormimos los tres juntos en la cama. Ya no nos separamos ni para ir a beber agua”, cuenta esta arquitecta de formación, empleada en una empresa de interiorismo, al tiempo que su marido abraza cariñosamente a la menor minutos antes de irse a dormir, relativamente temprano. Desde el balcón de esta familia se observan escenas similares, con paiportianos viendo la televisión o el móvil. Muchos declaran irse a la cama pronto al no tener mucho qué hacer, pues las tareas de limpieza finalizan con el ocaso.
La cobertura telefónica avanza progresivamente y hace dos días se restableció la electricidad en la mayor parte de viviendas. Hasta entonces, muchos pasaban la noche alumbrándose con velas, con mucho más miedo. Como María Motes, de 69 años, y su marido, quienes además han tenido que empezar a dormir en un colchón del piso de arriba tras quedar inundada toda la planta baja. Su antiguo dormitorio, de decoración y muebles clásicos, ubicado a ras de suelo, ahora parece una habitación del Titanic años después del hundimiento. La calle de ambas familias desembocaba en un puente sobre la rambla. Ya no existe.
El decorado urbano cambia ostensiblemente al salir del enjambre de calles aledañas al barranco del Poyo. Cerca de la Plaza Mayor, las vías están más despejadas y ya hay luz en las farolas. Miembros de la Guardia civil se organizan sobre las 23.00 en torno a una de las lámparas. Entre los efectivos hay un equipo de la Casa de su Majestad el Rey, desplazados en Valencia desde el viernes. Algunos han participado en otras catástrofes como el volcán de La Palma o intervenido durante la pandemia, pero incluso para ellos la imagen tras la dana es más impactante por la mezcla entre la soledad nocturna y la acumulación de basura y fango. “Cuando las películas se convierten en realidad”, describe uno de los guardias.
Cada mañana, los agentes reciben información de aquellos lugares donde los vecinos requieren de más presencia disuasoria y patrullan durante toda la noche. Los puntos calientes suelen ser los municipios contiguos de Paiporta y Picanya. “Tranquilizamos a los vecinos, que sepan que si pegan una voz les va a escuchar”, explica el teniente del operativo mientras por la radio piden refuerzos por un aviso. Además de su equipo, varios vehículos de la Policía Nacional y Local deambulan por las calles, ya más tranquilas por el incremento de presencia policial tras los primeros pillajes. También hay grupos de militares que trabajan en labores de desescombro y desagüe toda la madrugada, incluso con tanquetas arrastrando vehículos varados, que interrumpen el ligero sueño de los paiportinos.
Entre la desazón nocturna y después de noches de —y de aburrimiento—, hay quienes se han montado una suerte de bar improvisado con una mesa plegable y varias sillas frente a la única tienda de la calle que no ha sido desvalijada. Una pareja de amigos organizó desde el principio guardias para vigilar el local. Pero la vigilia se ha convertido ahora en una forma de ocio al que se han sumado más allegados e incluso unas voluntarias de Albacete. Es el grupo de conocidos de Ramón Dasi, de 48 años, que desde la noche de este lunes se han empezado a reunir para tomar cerveza de unas litronas que encontraron en uno de los supermercados allanados, aunque sin vaciar. “Me lo chivó un colega”, cuenta el camionero. El ambiente es cálido, de unos 18 grados. “¡También hay que desestresarse, olvidar lo duro de todo el día!”, exclama un compañero.
Mientras el grupo de Dasi continua la jarana entre risas, una decena de jóvenes desfila por la calzada bastón en mano. Se trata de una pandilla de camaradas del colegio, de 18 y 17 años, que ahora se organizan como una brigada vecinal para apatrullar su pueblo. “Y nos llamaban generación de cristal”, comenta Ander Marinero. Pero el pelotón de jóvenes no son los únicos que se organizan para autogestionar su seguridad. Claudia Silvente, de 39 años, baja a la 1.00 a la puerta de su edificio y releva el turno a sus vecinos. En su finca, los residentes se rotan para vigilar la bomba de achique de agua que consiguieron gracias a un conocido.
Las rondas de control sobre la bomba tienen una doble función: que nadie robe el aparato —uno de los bienes más preciados ahora en Paiporta—, y que el sistema no pare ni un minuto de sacar agua del garaje. Con ropa de montaña, Silvente comparte café y galletas con el resto de vecinos. Su turno finaliza a las 3.00. Entonces, al subir a casa, llega el momento más difícil: intentar conciliar el sueño cuando todas las imágenes de la catástrofe se vienen a la cabeza. Ella incluso se ha ayudado de pastillas y ve la serie cómica Friends para tratar de despejar la mente. Apenas duerme cuatro horas y en estado de tensión constante. “Cuando oyes algún ruido, te despiertas”. Silvente arrancará el día siguiente en torno a las 6.00, cuando el bullicio vuelve al pueblo para continuar con las labores de limpieza. “Me asomo por el balcón y pienso que es una pesadilla”.
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