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TRIBUNA
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Y ahora el fiscal general del Estado

Aunque el auto sobre Álvaro García Ortiz parece en algún pasaje innecesariamente contundente sobre la existencia de los indicios de delito, estos son extraordinariamente débiles

Fiscal general del Estado
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, durante el acto de toma de posesión del fiscal jefe de área de Ferrol y Ortigueira, en Ferrol (A Coruña), el pasado 13 de septiembre.Carlos Castro (Europa Press)

Hace ya un tiempo que les dije en estas mismas páginas que la batalla política, tribunales mediante, estaba alcanzando tal punto de crispación que nos íbamos a acabar haciendo daño. Pensaba entonces en algunos casos sucedidos en América Latina donde han acabado imputados magistrados de los tribunales supremos, jefes de Estado, etcétera. Pues bien, ya ha ocurrido. Ahora la batalla ha salpicado nada menos que al fiscal general del Estado. Un hito en nuestra democracia, por decirlo así, aunque suene triste.

Pero hay matizaciones importantes. Vaya por delante que el fiscal general del Estado, al contrario de lo que se está diciendo, aún no está imputado. La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha declarado su competencia para investigar el asunto, nada más. Y ahora falta que el designado como magistrado instructor, tras el análisis previo de la causa y solo si considera que hay indicios suficientes, lo declare, en su caso, “investigado” a él y puede que a la otra fiscal relacionada con los hechos. Sin embargo, pese a que el auto parece en algún pasaje innecesariamente contundente con respecto a la existencia de estos indicios de delito, los mismos son extraordinariamente débiles por varias razones importantes.

La querella presentada nuevamente —¡cómo no!— por una acción popular, imputa al fiscal general del Estado y a la fiscal jefe provincial de Madrid un delito no de revelación de secretos, sino de infidelidad en la custodia de documentos y violación de secretos del artículo 417 del Código Penal. Al margen de la rúbrica, lo decisivo en este delito —como reconoce el auto— es que la autoridad o funcionario público revele “secretos” o “informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados”.

Pues bien, al respecto, en el auto del Tribunal Supremo se mezclan dos tipos de “informaciones” que no son idénticas. Por una parte, están las informaciones de la investigación del ministerio fiscal y, por otra, las informaciones de las negociaciones del ministerio fiscal con los abogados de un investigado. Las primeras son, obviamente, informaciones sensibles para los derechos al honor y a la presunción de inocencia y por ello no deben ser divulgadas, como de forma analógica dispone el artículo 520.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal respecto a los detenidos.

Las segundas, en cambio, no versan sobre datos de la investigación, sino acerca de conversaciones entre fiscales y abogados que, por cierto, convendría que fueran bastante más transparentes. En España particularmente —no así en otros países europeos—, por mimetismo algo provinciano con lo que sucede en EE UU, en los últimos tiempos ha tomado carta de naturaleza que abogados y fiscales, antes del enjuiciamiento de delitos, puedan pactar casi lo que les dé la gana y como lo estimen oportuno. De esa forma se dejan sin juzgar delitos graves —o gravísimos— porque se ha llegado a un “pacto” entre abogados y la fiscalía que a veces provoca escándalo, como sucedió hace muy poco en un caso de pederastia, nada menos. Pero parece que nada importa. Se ha llegado al extremo de pactar, no ya penas, sino declaraciones de imputados, lo que debería servir para suprimirles cualquier valor probatorio. Por otra parte, las penas, como castigo impuesto en el Código Penal, es obvio que no deberían ser negociables. Pero, en resumidas cuentas, todos quedan contentos. Fiscales y abogados porque evitan el esfuerzo de celebrar un proceso, igual que los tribunales, que además así no tienen que dictar la sentencia. En EE UU alrededor de un 97% de asuntos penales concluyen así, sin ser enjuiciados, con pactos con frecuencia vergonzosos. En España la ratio no es tan alta, pero va alarmantemente en aumento. Y es que esos pactos, se diga lo que se diga, no son justicia.

Se comprenderá, por todo lo expuesto, que las informaciones sobre esos pactos no deberían ser secretas, sino que, en realidad, habrían de ser transparentes para estar sometidas a control democrático de la ciudadanía. Insisto, no son informaciones sobre la investigación de un delito, que son las que sí deben revestir confidencialidad, sino que se trata de datos sobre cómo ha ido una negociación. En caso de permitirse esta última, deberían recogerse expresamente en las leyes sus fronteras como, por cierto, ocurre con los acuerdos en los procesos civiles, sometidos a los límites establecidos en el Código Civil para la transacción. Sin embargo, en los asuntos penales, siendo una materia muchísimo más sensible, las leyes no ponen más que límites extraordinariamente amplios a esos pactos, acuerdos que ni siquiera se reconocen en la ley, por cierto.

Pues bien, el caso es que a raíz de la publicación de unas informaciones sobre los pactos del abogado de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid con la Fiscalía, publicación que estaba alterando la realidad, la Fiscalía Provincial de Madrid decide salir al paso con una nota de prensa que da cuenta de la existencia de una negociación en la que, como es sistemáticamente habitual, el reo ofrece reconocer los hechos a cambio de una rebaja de pena. Esa tentativa de reconocimiento no le compromete en absoluto, pues aunque finalmente el pacto no llegue, todo jurista familiarizado con el proceso penal sabe que —nuevamente a diferencia de EEUU— ese “reconocimiento” no es en absoluto una confesión o guilty plea (”declaración de culpabilidad”), porque en España, por disposición especialmente lúcida del artículo 406 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la confesión de un reo no puede determinar su condena.

Por tanto, lo que expresa la Fiscalía en su nota de prensa no es reservado, mucho menos secreto, ni se sale de lo que siempre sucede en cualquiera de esas impropias “negociaciones”, básicamente porque si el reo no se mostrara dispuesto a “reconocer” —asumir, más bien— parte de los hechos, la negociación ni siquiera comenzaría. En estas condiciones, solo hace falta tener en cuenta que la acusación proviene de una acción popular cuyo sesgo ideológico —absolutamente legítimo— puede comprobarse fácilmente accediendo a su web, en la que hoy mismo se anuncia como información principal “Sobran los motivos, ¡Sánchez dimisión!”.

Lo que es increíble es que en España exista esta monstruosa posibilidad de que cualquier ciudadano pueda colocar en el banquillo a otro, si encuentra a un juez de instrucción que casi de oficio —esto también es excepcional en Europa— le acompañe con su investigación en el camino. Debe saberse que, a lo largo y ancho del mundo, solo puede acusar de delitos la fiscalía —o como mucho la víctima, y no siempre—, precisamente para evitar este tipo de excesos que se han hecho particularmente frecuentes en las últimas décadas en España. Hace tiempo que está pendiente una reforma drástica de la acción popular que evite ya de una vez estos atropellos que en un momento u otro han afectado negativamente, de manera injusta, a demasiadas personas de cualquier color político.

Confiemos, por tanto, en que la Justicia —con mayúsculas— no se deje arrastrar por la presión mediática y ambiental, ni en este caso ni en otro, y evite el innecesario espectáculo al que estamos asistiendo, y que desde luego no sienta nada bien a nuestra democracia.

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