Los asistentes a la ‘rave’ de La Peza: “Bienvenidos a la ciudad de la fiesta”
El campamento donde se celebra sin permiso desde el 30 de diciembre un festival ‘underground’ empieza a desmontarse, aunque cerca de un millar de jóvenes continúan instalados en la zona
Cerca de las 11 de la mañana de este martes, un grupo de veinteañeros caminaba por un sendero cargados de mochilas y neveras de playa. Están en pleno monte, en paisaje casi desértico, pero no se han perdido. “Vamos a darnos el último baile”, afirman a quienes se cruzan por el camino. Todos se esconden tras unas gafas de sol porque la noche ha sido larga. Tan larga que comenzó hace cuatro días. Son asistentes a la rave sin autorización que tiene lugar en unos terrenos municipales a las afueras de La Peza (Granada, 1.170 habitantes) desde el pasado día 30 y que aún no tiene fecha de finalización. De entrada gratuita, la fiesta ilegal se celebra en un espacio similar al de cualquier festival de música, con seis escenarios donde 22 colectivos musicales de toda Europa pinchaban a todas horas. A su alrededor hay carpas con comida, puestos de camisetas y jabones o una zona de acampada. Solo faltan los baños prefabricados. “Bienvenidos a la ciudad de la fiesta”, gritan los chavales mientras aceleran el paso, cruzan un terreno recién arado y comienzan a bailar con las cumbres blancas de Sierra Nevada como marco en el horizonte.
Nadie esperaba hace unos días que algo más de un millar de jóvenes de toda Europa se citaran en este minúsculo rincón de la geografía andaluza. La carretera de acceso a La Peza se llenó durante la mañana del pasado 30 de diciembre con caravanas, pequeños camiones y furgonetas en dirección a un descampado propiedad del Ayuntamiento. “De repente había un campamento montado”, recuerda el alcalde del municipio, Fernando Álvarez (PP). El regidor ya denunció la celebración ante la Guardia Civil y ha confirmado que los organizadores carecen de cualquier tipo de permiso. También que los participantes no han generado ningún problema a los vecinos. Es lo que repiten desde el instituto armado, que mantiene un dispositivo de una treintena de agentes en la zona para controlar los accesos. A pesar de la ilegalidad, la apuesta policial ha sido la de no desalojar el campamento. “Preferimos que la fiesta se diluya por sí misma. Un desalojo generaría más problemas”, afirman fuentes de la Guardia Civil.
En el pueblo, de hecho, se lo toman ya como una anécdota. “Hay madres llamando al Ayuntamiento preguntando por sus hijas, porque no saben nada de ellas desde que se fueron a la fiesta hace cuatro días. Yo les digo que, seguro, están de maravilla”, subraya el alcalde, que celebra que el número de asistentes ya decaiga. Se espera que entre el 5 y el 6 de enero la zona quede completamente desalojada.
Cerca del mediodía de este martes, unas 200 personas bailaban techno junto a unos grandes altavoces presididos por una gran botella que expulsaba fuego con la palabra Repression. A pocos metros, otro centenar hacía lo propio en un escenario con una gran calavera. Desde una cabina con forma de coche policial en llamas, un DJ animaba a los participantes a seguir la fiesta con una versión electrónica de Macarena. Había jóvenes disfrazados, chicas con rastas, chicos con el pelo de colores y mucha estética punk. Las gafas de sol eran la norma, como la energía infinita. En una mesa, un joven vendía jabones hechos con albahaca o cerveza. Bajo una carpa, varias personas ofrecían piadinas, panzerotti (empanadas fritas) y otros bocados italianos por precios que oscilaban entre los tres y los seis euros. A doce se vendían las camisetas y los zumos costaban un euro. En una olla hervía un potaje y en una plancha había hamburguesas y salchichas. En un horno fabricado con barro y paja del propio entorno alguien cocinaba pizzas que se vendían a seis euros. Hay quien descansa en sus tiendas de campaña, bebe una cerveza en el suelo o juega con sus perros. Para ir al baño valía un pinar cercano. Junto a una barra de bebidas, un mensaje alertaba a los participantes: “Pastilla rosa con cara sonriente vendida como MDMA o éxtasis: no contiene nada. ¡No consumir!”.
La fiesta se iba a celebrar originalmente en una zona de Almería, pero a última hora los organizadores —aún desconocidos para la Guardia Civil— decidieron trasladarla hasta La Peza. Según ha conocido este periódico, los 22 colectivos que impulsan la rave tienen ojeadores por distintas zonas de Europa que eligen los posibles emplazamientos. En este caso, el entorno natural, la cercanía a la autovía A-92, que cruza Andalucía, la lejanía del núcleo urbano y la amplitud del terreno para distribuir el campamento han sido claves. “Cada rave es diferente, pero el sitio es estupendo”, dice Stephanie, belga de 34 años que llegó hasta este rincón de Granada el día 30 junto a su pareja, Dylan, de 30. ¿Cómo supieron la localización exacta a miles de kilómetros? “Magia”, responde ella con una sonrisa. El holandés Vincent, de 34 años, lo explica: “El boca a boca, los amigos, conexiones. Esto es una gran familia y nos avisamos”, asegura, al tiempo que destaca que hay otras citas simulares estos días en Bélgica o Marruecos y recuerda las raves de Santa Fe y Órgiva, también en Granada, de hace unos años. A veces basta una pegatina en el lugar indicado para alertar de que se viene la fiesta. “Hay que prestar atención”, añade Alejandro, gaditano de 31 años que asegura que va a este tipo de encuentros “por la música” y que este martes recogía ya su furgoneta para volver a casa. “Toca trabajar”, asegura.
La rave forma, como otras muchas, parte del Movimiento 23, formado por numerosos colectivos musicales en toda Europa. Promueven la autogestión y la autonomía de este tipo de eventos para que cualquiera pueda disfrutar más allá del dinero que tenga en la cuenta corriente. “Por eso no se cobra entrada”, aseguran quienes han hablado con EL PAÍS. Son conscientes, dicen, de que si pidieran permisos no se los darían y reivindican “la libertad y la convivencia” alrededor de la música. “Nadie tiene por qué pagar nada para venir a disfrutar”, dice Ramiro, almeriense de 24 años. “En estas fiestas, cuando todos colaboramos, sale todo bien”, añade su amiga Yanira, de 26 años. Ambos recogen papeles y vasos de plástico del suelo. Medio festival les imita. Son las dos de la tarde y, como cada día, la música se detiene durante un par de horas para la limpieza del terreno. Tras recoger varias colillas del suelo, una joven de Torre del Mar celebra el momento: “Esto está más limpio que las playas de mi pueblo”. “Fíjate que, sin servicio de seguridad, no ha pasado nada durante estos días. Y es un espacio también muy seguro para las mujeres”, afirma Julia, alicantina de 29 años llegada desde Países Bajos, mientras de fondo suena música de Ace of Base y, después, de The Cure.
“La gente tiene derecho a bailar, a disfrutar de la vida. Aquí no hacemos nada que moleste a nadie”, insiste una treintañera malagueña que se hace llamar Paquita la Ravera. A poco más de tres kilómetros del campamento, en el casco urbano de La Peza, muchos vecinos le dan la razón porque allí la fiesta pasa prácticamente desapercibida. Muchos andan sorprendidos de la atención mediática a su pueblo. Afirman que la celebración les parece bien y buena parte del pueblo se ha paseado por la zona para ver qué se cocía. “Me gusta la electrónica y ha sido una gran oportunidad tener un evento así tan cerca”, señalaba Verónica Sánchez, 28 años, mientras salía de trabajar y tomaba camino de la fiesta pasadas las cinco de la tarde. Su madre, Pepa Rodríguez, de 54 años y propietaria del bar Fernando, celebraba que al menos los asistentes a la fiesta consumían en su bar, “una alegría porque esto está generalmente muerto, salvo por los ciclistas y quienes hacen el Camino de Santiago”, asegura. Esta vez le ha tocado atender en sus mesas a unos singulares peregrinos que han encontrado en La Peza la mejor manera de arrancar el año: de fiesta.
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