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La cruzada de los urbanitas contra los mugidos de ‘Carmina’ y los ruidos del campo

Un ganadero de Pola de Siero (Asturias) recibe una multa por los decibelios de una ternera tras la denuncia de un vecino

Vacas en una explotación ganadera asturiana el 12 de febrero de 2020.
Vacas en una explotación ganadera asturiana el 12 de febrero de 2020.EUROPA PRESS
Juan Navarro

Las vacas mugen, los cencerros resuenan, los asnos rebuznan, las gallinas cloquean, los gallos cantan, las ovejas balan, el ganado defeca en las calles y algunos vecinos se quejan. El auge del turismo rural y el aumento de personas que se mudan de las ciudades a los pueblos, especialmente tras la pandemia, ha hecho que los urbanitas se topen con la realidad que se vive en este entorno: que, aunque no se escuchen los bocinazos de los atascos ni los llantos de bebés del piso de al lado porque apenas hay niños a causa de la despoblación, sí hay ruidos propios del campo a los que no están acostumbrados. El último episodio de la inadaptación de los urbanitas neorrurales se ha vivido en Villares (Asturias, 50 habitantes), donde un vecino ha denunciado los decibelios de los mugidos de una vaca. Los dueños de Carmina han recibido una multa que han recurrido, indignados por esta afrenta a su estilo de vida.

El ganadero Roberto Pandiello ha criticado ante la televisión asturiana lo que considera “una nueva tendencia de gente que se muda a entornos rurales y no comprende que no son urbanizaciones”. “En una granja con animales, es normal que haya ruidos, es una zona rural y los animales siempre estuvieron”, ha recalcado el asturiano, que ha recibido con estupefacción una multa de 300 euros por parte del Ayuntamiento de Pola de Siero, del que depende su pedanía, porque la ordenanza municipal prohíbe ruidos superiores a 55 decibelios. Las mediciones revelaron que la res alcanzó los 74 el pasado verano, cuando la ternera estaba sufriendo porque su madre había enfermado y acabó siendo sacrificada. “Carmina no pudo seguir mamando”, indica Pandiello, de modo que durante “algunos días” mugió más alto de lo normal hasta que se acostumbró. Jamás en los 40 años de explotación familiar para autoconsumo, sostiene el hombre, habían vivido nada igual. La gente asumía que en los pueblos hay animales con ruidos y olores que aceptar.

Este episodio se suma a una pugna vivida este verano en Herrera de Ibio (Cantabria, 239 vecinos), donde el vecindario se opuso a que el cura de la localidad enmudeciese las campanas por la noche. La responsable de una casa rural cercana a la iglesia exigió al párroco que las apagase durante esas horas porque perturbaban a sus huéspedes y este sucumbió ante la presión hasta que el pueblo alzó la voz. Las pancartas contra la decisión, colocadas incluso en las paredes del templo, reclamando que los turistas acatasen las costumbres rurales propiciaron que el campanario volviera a tañer.

El Principado de Asturias también acogió otra queja de los habitantes rurales contra los veraneantes que imponen sus usos y costumbres y se quejan de que un gallo cacaree de madrugada. “Atención, pueblu asturianu. Usted accede asumiendo los riesgos: aquí tenemos campanarios que suenan regularmente, gallos que cantan temprano, rebaños que viven cerca e incluso algunos llevan lloqueros (cencerros) que también emiten sonidos, tractores propiedad de agricultores que trabajan para alimentarte y caminos asfaltados, no autopistas (conductor circule con precaución)”, reza un cartel ubicado en la entrada a Ribadesella (Asturias, 5.700 habitantes), con varios pequeños concejos dependientes del Ayuntamiento y que en época estival se llena de viajeros. “Si no puedes soportarlo tal vez no estés en el lugar correcto”, zanja el letrero que colocó el equipo de Gobierno hartos de quejas de viajeros inadaptados.

Esos mensajes advirtiendo a los turistas picajosos se hallan también en Moslares de la Vega (Palencia, 30 personas). Óscar Martín, presidente de la junta vecinal del pueblo, pagó de su bolsillo un cartel que advertía de los rebaños, los molestos tractores y las campanas. “Si no puedes soportarlo, ¡Estás en el lugar equivocado! de lo contrario, aquí encontrará una cálida bienvenida”, se avisa a los forasteros. Martín se muestra incrédulo ante ese turismo rural que se queja de los hábitos que allí encuentra: “No entiendo qué quiere hacer la gente de la ciudad con los pueblos, si creen que solo sirven para sacar alimentos para ella”. Él se amolda “a los humos y a los semáforos” cuando va a la ciudad y espera lo mismo de quien visite localidades como la suya, que ha recibido muchos apoyos desde que sacó esta iniciativa. Le han asegurado que instalarán paneles similares para informar a los forasteros de lo que se encontrarán si entran en el lugar.

Un precedente optimista para los pobladores rurales de toda la vida es el juicio contra Maurice, un gallo francés que en 2019 fue llevado a los tribunales. El animal fue denunciado por unos jubilados que se mudaron a un pueblito en el que residía una familia con un gallinero y al poco denunciaron el quiquiriquí matutino que tanto los molestaba. Miles de personas defendieron al gallo, cuyos dueños ganaron el juicio entre una gran movilización popular. Tal fue el revuelo que en Francia se trazó un proyecto de ley nacional para proteger el “patrimonio sensorial” del medio rural. Carmina no está sola.

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La época más conflictiva para las zonas rurales que sufren la llegada de forasteros desconocedores del contexto es la veraniega o los puentes y periodos vacacionales. Es entonces cuando sus pueblos se llenan y no siempre se toleran lo que allí se ve normal y que no es tan habitual en las ciudades, como los cacareos o los olores de las cuadras y granjas. Esta actitud enfada a lugareños como el palentino Óscar Martín, que pide un “turismo rural con responsabilidad”. Las localidades costeras critican que muchos turistas aparcan los coches en prados o en zonas donde sube la marea y se acaban inundando. Más de una vez en Galicia o Asturias han reído por lo bajini al ver que los vehículos de matrículas foráneas acaban siendo víctimas del mar.


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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, en comunicación corporativa, buscándose la vida y pisando calle. Graduado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS.

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