El antisemitismo amenaza la paz de Castrillo Mota de Judíos
La localidad burgalesa acumula siete ataques neonazis en oposición a sus vínculos sefardíes
Un pueblo apacible de 55 habitantes vive asustado por unos neonazis. Castrillo Mota de Judíos (Burgos) sufre vandalismo antisemita desde que en 2015 se quitó el nombre de Castrillo Matajudíos, con la votación favorable de la mayoría de los vecinos. Siete años después, las pintadas fascistas, los intentos de quemar banderas o los contenedores incendiados se han convertido en tónica en un lugar que solo quiere conservar su paz. También mostrar su historia, ligada a comunidades judías con un vínculo que el alcalde intenta fomentar para mostrar el pasado del municipio y hermanarse con Israel. En otoño prevén abrir un centro de interpretación del legado sefardí y temen que los ataques se agraven pese a que Castrillo censura lo acontecido.
La Guardia Civil afirma que aún se está investigando quién ha cometido los actos más recientes, mientras que el alcalde, Lorenzo Rodríguez (Ciudadanos), apunta a grupos neonazis organizados de Madrid, pues las pesquisas de anteriores vandalismos condujeron a estas bandas.
Saturnino González, de 83 años, no puede reciclar tranquilamente sin ver los cubos que ardieron la madrugada del pasado 4 de agosto y un mensaje del que se avergüenza: “El pueblo que no conoce a su enemigo”. A su lado, estrellas de David tachadas y cruces celtas nazis, misma estampa que en los rótulos de la carretera que indican la llegada a la localidad, tachadas con pintura para poner “Castrillo matajudíos” y más simbología fascista. El hombre arroja los residuos a contenedores que aún huelen a quemado y pasa junto a una era que, de haberse extendido el fuego, podría haber ardido fácilmente y ocasionar una desgracia en estas casas del suroeste burgalés. “¿Qué ganarán con esto? ¿Qué beneficio tendrá el que lo haga?”, se pregunta González, que vive en Barakaldo (Bizkaia), pero veranea en su pueblo.
La Historia dice que hace casi mil años aquí hubo una relevante comunidad judía que tuvo mucha importancia en el comercio de este entorno cercano al Camino de Santiago. La comunidad se instaló en la Mota, sinónimo de elevación de terreno, desde la que se observa Castrillo, y que de ahí viene el nombre que han acabado eligiendo sus descendientes.
“El nombre era raro”, admite González, de ahí que se sometiera a referéndum una variación que se aceptó por 29 votos contra 19. La posición actual es unánime entre quienes pasan la mañana en estas calles de Burgos: cada cual, desde el respeto, es libre de pensar o sentir lo que quiera sin padecer persecuciones.
La mayor concentración social se encuentra en la plaza del Ayuntamiento, junto a la cual se está edificando un centro de interpretación de la herencia judía en Castrillo. Lugareños como Celso Reinosa, de 65 años, temen que cuando el inmueble esté operativo sufran más vandalismo, pero insiste en que no deben plegarse ante la intolerancia: “Estamos preocupados por si va a más, tienen que poner cámaras o vigilancia”. El alcalde explica que en siete años van siete ataques e insiste en condenar lo sucedido, en defender el proyecto del pueblo y en reclamar medios para que la instalación, cuando abra, esté protegida. Los atacantes también han adulterado un cartel que reza que este sitio está hermanado con un pueblo israelí. Ellos pusieron que está ligado a “Auswitch”: ni siquiera escribieron bien “Auschwitz”, el campo de exterminio nazi.
La encargada de refrescar a su parroquia, Patricia Pascual, de 43 años, lleva solo unos meses instalada en el municipio y tuerce el gesto en cuanto se le saca el tema. “¿Pero qué pasa?, la gente está loca, este es un pueblo de mucha paz”, afirma. María Isabel Mínguez, de 57 años, que vive en Burgos pero pasa las vacaciones en su pueblo, está igual de indignada: “No me gusta que los vecinos cojan miedo, hace muchos años aquí había cristianos, musulmanes y judíos y no pasaba nada”. Para ella, con sus “burradas”, los autores solo consiguen “fastidiar” y privarles de la tranquilidad que reina entre estos páramos y viviendas de adobe.
Los embates neonazis desconciertan a mayores y jóvenes como Nadia Navarro, de 26 años, pasar unas semanas de agosto en su pueblo. A ella le toca dar explicaciones a sus amistades de lo que está pasando en un lugar históricamente discreto como Castrillo. “Son unos cobardes, es una vergüenza que sigan con estas cosas en el siglo XXI”, critica. Navarro, además, defiende que hay que respetar las creencias ajenas para no perturbar la convivencia, aún más en una localidad como esta, víctima de la despoblación. Poco les importa, cree, a quienes no tienen mejor cosa que hacer que ir de noche en mitad de la nada para pintarrajear los rótulos o quemar contenedores por odio antisemita.
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