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Un cerco para los migrantes en Canarias y Melilla

La estrategia española y europea de bloquear a personas en regiones aisladas del continente lleva al límite las condiciones de acogida

María Martín
Decenas de migrantes permanecían el pasado lunes en el puerto de Arguineguín (Gran Canaria) tras cuatro días durmiendo en el suelo.
Decenas de migrantes permanecían el pasado lunes en el puerto de Arguineguín (Gran Canaria) tras cuatro días durmiendo en el suelo.quique curbelo

Algunos vecinos del municipio grancanario de Mogán han empezado a increpar a los voluntarios de la Cruz Roja. Allí está el muelle de Arguineguín, el puerto español donde más pateras han desembarcado este año. La dársena es el termómetro de la gestión de un repunte migratorio que está pasando factura a las islas. Y a los migrantes.

––Para los negros sí te mueves, pero para nosotros, no.

La frase aún martillea a Mari Encarnación Afonso, una auxiliar de enfermería de 59 años que dedica su jubilación a alimentar y curar las quemaduras de náufragos recién desembarcados. Parten del sur de Marruecos, del Sáhara Occidental, de Mauritania y de Senegal y permanecen días navegando inmóviles, con apenas víveres, y haciéndose sus necesidades encima bajo varias capas de ropa. Ya son casi 8.200 en lo que va de año. La mujer lamenta el rechazo que despierta su labor en un pueblo que se asfixia económicamente sin turistas, pero le preocupa más que el coronavirus le impide dar el abrazo que muchos necesitan. “El otro día llegó una patera y no podían ni caminar y yo decía: 'Dios mío no puedo ni acercarme a ellos para que se apoyen en mí”.

El pico de llegadas al archipiélago, con las cifras más altas de los últimos 12 años, responde al control migratorio que ejerce Marruecos —financiado por España y la UE— en el norte y que está empujando a los migrantes a buscar nuevos puertos de salida menos controlados. La llegada de pateras desde hace un año domina ya la agenda canaria. Y transforma el discurso de su población mientras genera tensiones entre ministerios que no coinciden en la estrategia para abordar una gestión complicada por la pandemia. “Falta coordinación”, acusan dos exautoridades locales que gestionaron la llegada de más de 30.000 personas en 2006.

Sentada en una silla de ruedas, Nuit Gadfa, una marroquí de 38 años, observa el pasado lunes el ir y venir de policías, voluntarios y barcos en el muelle de Arguineguín. En un momento dado, se levanta y explica que sí puede caminar, pero que tiene quemaduras. “Vi la muerte en este viaje”, asegura. Pagó 1.500 euros por su periplo tras siete años trabajando por ocho euros la jornada de 12 horas en una procesadora de pescado en Dajla, la ciudad del Sáhara Occidental desde donde partió. Gadfa esperaba el resultado de su PCR, tras cuatro días durmiendo al raso. Era la única mujer entre unos 300 hombres que también aguardaban su traslado a una plaza de acogida. A 37ºC y amontonados bajo la sombra de 12 carpas endebles, seis duchas y sin conexión para poder alertar a sus familias de que llegaron vivos.

En el puerto, los recién llegados duermen en el suelo durante más tiempo del que establece incluso la custodia policial (72 horas). Solo dos meses después de ocupar titulares, lo excepcional se ha convertido en rutina. Del muelle pasan a alojamientos, naves, iglesias, polideportivos y hoteles cerrados. El Ministerio de Migraciones lidia con la dificultad de crear espacios en unas islas que, a pesar de la experiencia en la crisis de los cayucos de 2006, siguen sin infraestructura y afronta el rechazo de algunas autoridades locales a tener a migrantes en sus territorios. El Ministerio de Defensa, por su parte, también se resiste a ceder sus instalaciones en desuso. “Nuestro objetivo es tener una red estable de recursos de acogida en Canarias”, dijo el ministro José Luis Escrivá durante una visita al archipiélago el pasado día 9 de octubre.

La crisis en el archipiélago tiene forma de embudo porque la mayor parte de los que entran no logran salir en meses. En la Península, entre el 55% y el 60% de las plazas de acogida que podrían ocupar estos migrantes están libres, pero el Ministerio del Interior solo ha autorizado traslados a cuentagotas pese a no poder realizar expulsiones desde marzo debido al cierre de fronteras por la covid-19. Se imprime el mensaje de que llegar a Canarias no es llegar a Europa, una estrategia ensayada en otros territorios aislados que ejercen de tapón migratorio del continente. Con números mucho menores, el embudo canario recuerda al que vivió la isla italiana de Lampedusa o ahora la griega de Lesbos.

En los últimos 12 meses, en los que han llegado 10.000 personas, la policía solo ha permitido la salida de unas 700, sobre todo mujeres y niños, según fuentes de Cruz Roja; Interior ha permitido recientemente el traslado de otras 500. La apuesta de Fernando Grande-Marlaska, según fuentes de su departamento, es recuperar cuanto antes las deportaciones y trabajar con sus socios africanos en la prevención de las salidas y la lucha contra las mafias.

“Melilla es una enorme prisión”

Solo hace falta subir a dos aviones desde Las Palmas para comprobar cómo viven cerca de 2.000 migrantes también bloqueados en Melilla. La pandemia y el cierre de fronteras ha expuesto la paradoja de una ciudad que aun teniendo los números más bajos de entradas irregulares de al menos los últimos siete años (1.276 personas) vive la peor crisis desde 2015, coincidiendo con la entrada de miles de sirios que huían de la guerra. El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), es otra vez un contenedor de solicitantes de asilo, a los que no se les permite ir a la Península. También, de migrantes que el Gobierno no ha logrado expulsar durante más de un año, pero que mantiene ahí a la espera de lograrlo.

Durante la emergencia sanitaria se hacinaron en ese centro más de 1.700 personas en un espacio para 782. El Defensor del Pueblo y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) apelaron al Gobierno para que realizase traslados urgentes a la Península, pero solo se han concretado poco más de 250 desde marzo. “Esto es una cárcel”, asegura el yemení Burhan Aldeen, tras ocho meses en el centro. “Cuando entré tenía el pelo negro y ahora estoy lleno de canas. No entiendo por qué no me dan salida”, cuenta mostrando la tarjeta que le reconoce como solicitante de asilo y que una reciente sentencia del Supremo valida como documento para transitar por territorio español.

A pesar de las revueltas de sus residentes y los contagios, 1.362 personas conviven amontonadas. La crisis sanitaria ha obligado a habilitar un hotel donde esperan otros 50 enfermos y la plaza de toros acoge en condiciones precarias a cuatro personas reconocidas como refugiados y a otras 74 que tienen su expediente en trámite o en proceso de iniciarlo. “El parecido con una isla griega es total, un territorio fuera del continente donde puedes dejar a la gente por tiempo indefinido. La diferencia es que en Melilla hacemos esto hace 20 años”, denuncia el veterano activista, José Palazón.

“Es una cuestión de voluntad política habilitar espacios dignos para la acogida para las personas migrantes”, reflexiona Sira Rego, eurodiputada de IU. Rego y el también eurodiputado de la misma formación Manuel Pineda visitaron esta semana las islas y la ciudad autónoma en un viaje al que fue invitado EL PAÍS. “Lo que pasa en Melilla, Ceuta o Canarias no es una cuestión exclusiva de España, es el reflejo de las políticas migratorias de la UE que tiene un serio problema con el respeto de los derechos humanos en sus fronteras”, analiza Pineda.

En el hotel Nacional hay un niño marroquí que cuenta la odisea de su madre, enferma de asma, y sus dos hermanos para huir de las palizas de su padre. Llevan 15 meses atrapados en Melilla. “Aquí tenemos miedo de que mi padre pueda venir a buscarnos”. El niño juguetea con una pequeña de dos años que lleva bloqueada en la ciudad desde que nació. Es la hija de un egipcio que, aunque difícilmente podrá ser expulsado con su bebé, no puede salir de Melilla. Está desesperado y solo. Antes vivía con ellos su esposa, pero esta aprovechó que debían operarla en la Península para escapar. “Cuida de mi hija. No pienso volver”, le dijo tras desaparecer. “Melilla es una enorme prisión”.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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